ISLA TRÁGICA
IL CORRIEREActualizado:Para mi desgracia, pertenezco a ese grupo de gaditanos que tenían que haber sido desterrados a las montañas de Zimbabue en su momento y que, seguramente por dejadez, nadie se atrevió a hacer los trámites precisos. Dicho esto, tengo que admitir que soy un gaditanus amargatis.
El sábado fui a Isla Mágica. Desde que vi al montonazo de aparcacoches en la lejanía estuve arrepintiéndome y pensando que tenía que haber llevado a los niños al Parque Genovés y punto. Pero claro, el hecho de no tener ni poder tener un chalecito me frusta sobremanera y debo compensarlo con días de asueto en la distancia.
Y aguanté colas y entré. Y soporté el ritmo tedioso con el que se trabaja, la falta de atención a quienes, calvo como yo, aguantamos al sol indomable de Hispalis, nada, charlando, mirando el móvil, saludando al sobrino de turno. ¡Qué parsimonia!
Claro, si esto fuera en la bella y vieja Europa, al menos hubiera estado en una cola en silencio junto con belgas, alemanes y unos pocos de italianos, portugueses y paisanos. De un modo más o menos respetuosos.
En Isla Trágica no, a las cuatro creo que se abre la entrada de tarde y batallones de aborígenes de pequeñas entidades inundan el parque. Colocan a viejas en las filas para colarse en grupos de diez. Con su suave ceceo y jejeo te tienes simplemente que aguantar. Las normas no existen, en Europa echaba de menos que no estuvieran en español, aquí me doy cuenta de que da igual, aunque estén en 'andalú' la gente hace lo que le da la gana.
Y así pasa el día, aguantando empujones, colaos, gritos y clavadas varias. Volviendo, no puedo evitar pensar que igual hasta en la plaza Mina o en el mismo San Antonio me lo hubiera pasado mejor.