Arabia Saudí

Un país sin primavera

La muerte del heredero de Arabia Saudí pone el foco en una monarquía trasnochada que permite la lapidación y la decapitación pública

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Los caminos del Señor son inescrutables. Quizá también los de Alá, pero no los de los negocios. En Arabia Saudí todo se compra con dinero. Hasta la 'primavera árabe'. Por ser el primer productor mundial de petróleo mantiene excelentes relaciones comerciales con Estados Unidos, Europa, China, Japón o Corea, que a cambio del cotizado producto cuidan de que sus arsenales de armamento rebosen y de que sus aviones militares disfruten del último grito tecnológico.

Si es necesario, hasta forran las naves civiles con lingotes de oro. Como ese Airbus A-380 que traslada al príncipe Al-Waleed bin Talal, uno de los hombres más ricos del mundo, según la revista 'Forbes', y acusado de abuso sexual por una modelo de Ibiza. Costó 215 millones de euros y le añadió otros 40 en doscientos kilos de oro puro. Un comedor para catorce personas, baños con jacuzzi en cada dormitorio y hasta salas de cine, prohibidas en tierra. Será que en el cielo uno puede escapar a las estrictas normas con las que un clero ultraconservador administra el Corán, la única carta magna que rige en la que ya es la zona más influyente de todo el Golfo Pérsico.

Arabia Saudí es ese país singular con miles de príncipes amantes del lujo y famosos por sus derroches, que a su vez son hijos y nietos de otros príncipes y princesas, algunos emparentados con las monarquías jordana y marroquí, a los que se suman descendientes de otras dinastías como la de Bin Laden. La casa de Saud, la que gobierna desde 1932, cuando Abdelaziz bin Saud fundara la moderna Arabia Saudí y se autoproclamara rey con el beneplácito de Gran Bretaña, es la más extensa.

No hay cifras de la legión de príncipes. Algunos calculan que son 25.000, otros que 7.000, de los que los aproximadamente 200 descienden directamente del primer monarca -tuvo 22 esposas, 37 hijos y 18 hijas- . Su prole es la que ostenta el poder, hasta el punto de disponer de toda una terminal para ellos en el aeropuerto de Riad, la capital. «Así no tienen que mirar al pueblo llano», opina Carlos Buj, exempleado de la embajada española en Arabia. Tampoco en la calle se codean con los ciudadanos de a pie, atrincherados como están en sus mansiones, donde solo reciben a diplomáticos y empresarios de alto rango. Buj asegura que jamás vio a un miembro de la familia real durante su año de estancia en la ciudad, en 2008. «Viven en mundos paralelos, son totalmente inaccesibles», sostiene este zaragozano trotamundos que ahora trabaja en el sector turístico en Málaga. Si algo le sorprendió cuando aterrizó en Riad fue el «abismo social» que existe, ya no solo entre la familia real y el resto de la población, sino entre los propios saudíes y los millones de inmigrantes, procedentes sobre todo de Paquistán, India, Bangladesh y otros países asiáticos que desempeñan las faenas más duras en la construcción, la jardinería o las labores del hogar.

La mayoría vive en régimen de semiesclavitud y les retiran el pasaporte durante el tiempo que dura su contrato o hasta que su 'señor' lo decida.

El país amante de los rascacielos y el neón, donde no existen cines, ni discotecas, ni teatros, donde todos los ciudadanos están exentos de impuestos, obedece sin pestañear las leyes que dicta una gerontocracia -los hijos y nietos de Abdelaziz bin Saud- vigilada de cerca por los wahhabistas, la corriente religiosa del Islam más influyente, que aplica con mano férrea su particular lectura del libro sagrado y la sharía.

Latigazos

El territorio más rico de la Península arábiga, con superávit en su balanza comercial, con un desarrollo económico galopante, es también el más fundamentalista y reaccionario de todos los estados musulmanes, incluido el Irán de los ayatolás, donde la lapidación ya se prohibió en 2008. Quizá la razón estribe en que acoge los dos lugares más sagrados del Islam, La Meca y Medina, o en que a sus gobernantes solo les ha interesado mantener la entente cordial con el clero para que cada uno haga de su capa un sayo. En ese difícil equilibrio plagado de concesiones, la mujer es la gran perdedora. Hace dos años, un grupo de religiosos salafistas exhortaba al ministro de Información del reino a que prohibiera la aparición de mujeres en televisión, periódicos y revistas. Ellas salen a la calle con el velo que solo deja ver sus ojos; ningún hombre puede acercarse si no es de la familia.

En Arabia Saudí existe la lapidación, que no contempla el Corán, sino el Hadith (tradición oral que narraba las gestas de Mahoma), el látigo y la decapitación pública. Amnistía Internacional ha denunciado reiteradamente la violación de los derechos humanos en este país que, junto a China e Irán son los que más aplican la pena de muerte, incluidos a los menores, algo prohibido por el derecho internacional y que solo practican Arabia, Yemen e Irán.

La ONG se muestra alarmada por los procesos judiciales «secretos e injustos» contra los acusados, que ni siquiera tienen derecho, en muchos casos, a un abogado defensor o a un intérprete. Las penas suelen recaer sobre los más pobres y los inmigrantes. A primeros de este mes ocho hombres bangladeshíes fueron ejecutados en Riad por asesinar, presuntamente, a un egipcio. «Desde el final del mes santo de Ramadán, las ejecuciones se han reanudado a un ritmo alarmante en Arabia Saudí», explica Hassiba Hadj Sahraoui, directora adjunta del Programa de Amnistía Internacional para Oriente Medio y Norte de África, que añade que «las autoridades saudíes hacen que el país sea una excepción a la tendencia mundial contra la pena de muerte». 58 decapitaciones como mínimo en lo que va de año, más del doble que en 2010.

Y todo esto sucede en un país que acaba de entrar en un 'impasse' político por la muerte, el pasado día 22, del príncipe Sultan bin Abdelaziz al-Sud, sucesor del rey Abdalá, viceprimer ministro y ministro de Defensa y de Aviación Civil, además de inspector general del Reino. Su fallecimiento, a los 80 años, ha disparado la caja de los truenos de la sucesión, asunto mal resuelto en la monarquía absolutista más trasnochada del mundo. La noticia acaparó casi más titulares que la repercusión de la primavera árabe en esta zona del Golfo, a pesar de sus cerca de dos millones de parados y jóvenes deseosos de reformas sociales y económicas, hartos de tanta corrupción, que no secundaron la convocatoria a manifestarse el Día de la Ira, el 11 de marzo. Como señala Alejandro Lorca, catedrático de Fundamentos de Análisis Económico de la Universidad Autónoma de Madrid, «el régimen de reclutamiento de la Guardia Nacional garantiza la seguridad dentro del territorio y la del 'status quo', pues la mayor parte es reclutada entre las tribus de las provincias del Oeste y del Centro, suníes, mientras que a las tribus de las provincias del Este se las excluye», explica en un artículo publicado por el Instituto Elcano.

Para evitar problemas mayores, Abdalá compró a sus súbditos con ingentes ayudas económicas (más de 125.000 millones de dólares) y pactó con la minoría chií para liberar a sus presos políticos. Y ahora viene el problema de la sucesión. Una situación «muy compleja», opina José Luis Marcello, profesor de Geopolítica de la Universidad de Salamanca. Sostiene, como Hillary Clinton, que la muerte del heredero ha sido «una verdadera desgracia», sobre todo porque era ministro de Defensa e interlocutor de Occidente. La posición geoestratégica del país (Europa, Oriente Medio, África y Asia) justifica la interrelación con la UE, que les suministra armamento y aviones.

A ello hay que añadir la solidaridad de Arabia con los pueblos musulmanes, especialmente con Palestina. Enemiga de Israel, pero amiga de Estados Unidos, ya tuvieron encontronazos durante la Guerra del Golfo y los sigue teniendo. Pero Estados Unidos no puede renunciar a los más de 80.000 millones de dólares en contratos armamentísticos ni España a los suculentos 7.500 millones que recibirá el consorcio adjudicatario del AVE Medina-La Meca.

El gasto no es problema. Arabia ya ha empezado a construir el mayor rascacielos del mundo, de 1,6 kilómetros de altura. Para estar más cerca de Alá.