Una historia verdadera
Actualizado: GuardarAntes de salir de casa he visto los periódicos en mi tableta. Verlos así es salir con tal volumen de información a la calle que da vértigo. Es imposible digerir tal número de noticias, porcentajes y geografía. Imposible. Me acuerdo de Orwell cuando advertía de que llegaría un día en que viviríamos en la ensoñación de saber más que los antiguos solo porque tendríamos más información. Me acuerdo de aquella novela, ‘1984’, que tanta influyó en los jóvenes de mi generación. Se confirma que estar informados no significa que seamos más inteligentes, sobre todo porque tanta noticia impide la reflexión. Antes había menos, pero se pensaban más. Ahora pensar cuesta. Las opiniones te las da la radio. En este mundo orwelliano uno puede elegir y hacer suyas las opiniones de un bronca derechón, de un destartalado izquierdoso y de unos cuantos lavacoches diletantes que se ganan la vida en las emisoras.
Salgo informado y paso de largo del quiosco. Y siento pena al pensar lo poco que le queda al periódico de papel. Y me voy a mis asuntos. Corro por el Retiro madrileño. Un parque gigante que es hoy una orgia para los sentidos. Una amalgama de colores que terminan todos en una sensación dorada y dulce que se mete en tu cuerpo sin pedir permiso. La felicidad, en contra de lo que muchos creen, es contemplar un árbol en otoño. O saber contemplarlo, mirarlo, tocarlo. Dedicarle tiempo.
Animal de costumbres que soy, al terminar de correr, me siento en el banco de todos los días. Un hombre de esos que llevan todo su patrimonio en un carrito de supermercado se sienta conmigo. ¿Tiene un cigarro, amigo? No fumo. Y menos cuando salgo a correr, le digo. Entonces, tendrá por ahí unas monedas. Pues no mire, ni llevo cigarrillos ni llevo dinero cuando hago deporte. El hombre calló y le vi hacer un gesto como diciendo qué gente más rara. Cuando me iba a marchar abrió la boca: Pero un poco de conversación si tendrá usted para mí, dijo. No supe qué responder. Ahora era yo el que pensaba, pero qué gente más rara hay por aquí. No se asuste, caballero, le estoy diciendo que si quiere podemos hablar. Y hablamos. Me contó su vida, previsible y fatal. Probablemente exagerada, quizá inventada. Lo mismo que los demás seres que habitan los parques y los recovecos de las aceras: falta de trabajo, familia rota, alcohol, soledad. Y más soledad. Hablé poco. Mi vida es escasa e inmerecida ante el relato de tanto desgarro contado con tanta calma. Le dije que era periodista y él me respondió que hubo un tiempo en que él también lo fue. Y ahí se calló. Cuando se levantó dijo adiós: Bueno, hasta otro día y gracias por la limosna. Qué limosna, dije yo. La conversación, hombre, la conversación. Llevaba tres días sin hablar con nadie. Y se marchó, mientras yo me preguntaba por qué esta historia no está en un periódico…