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La medalla

Tienen un largo camino por delante, que exige pedir perdón por haber creído que la libertad se conquista negándosela al vecino

LORENZO SILVA
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Tengo un amigo del PNV. Para más señas diré que lo considero un buen amigo, y que es además un hombre joven, responsable y de admirable honradez intelectual. Que nuestras ideas no coincidan, sobre la premisa anterior, no pasa de ser una anécdota sin demasiada importancia. La semana pasada, apenas ETA anunció que había comprendido al fin que no le va a servir de nada seguir fabricando viudas, huérfanos e inválidos, recibí un correo electrónico suyo. No tenía otro objeto que compartir la felicidad que le producía la noticia. La felicidad de (crucemos los dedos, pero sintámosla) haber empezado a vivir en un país normal, en el que pensar de una cierta forma no equivale a un seguro de extorsión, intimidación y menosprecio a manos de quienes se arrogan la custodia de las esencias de un pueblo.

Me parece pertinente mencionar a mi amigo, y subrayar su felicidad, para hacerles ver, a quienes desde fuera de Euskadi pueda aún costarles, que lo que ocurrió la semana pasada es la victoria legítima de todas las fuerzas democráticas vascas, nacionalistas y no nacionalistas, porque todas, disipemos la insidiosa duda, han sufrido el menoscabo y el envilecimiento de la vida pública que representa la amenaza terrorista, y desde hace años, al margen de sus postulados divergentes, han coincidido en no dar a los violentos coartada, aliento ni pretexto.

Pero también, en este momento, conviene reivindicar, por encima de todos, el esfuerzo y el sacrificio de quienes han pagado el más alto precio para lograr que quienes quisieron edificar un país sobre la sangre y el terror de sus hijos hayan quedado reducidos a la impotencia, que no la conciencia, que les ha llevado a callar sus armas. Y esos son todos los caídos, y en especial los que cayeron vistiendo un uniforme, ya sea de policía, ertzaina, guardia civil o, incluso, el de una policía vecina, como el caso de la última y desdichada víctima del disparate etarra. Con ellos fueron especialmente encarnizados quienes ahora se rinden, quizá porque sabían que iban a ser ellos quienes los dejaran sin aire ni cuartel. Y no porque fueran más, o tuvieran detrás la fuerza de un Estado. Sino porque supieron ser mejores y, pese a todos los errores que en cuatro décadas de lucha no podían dejar de producirse, lograron revestirse de la autoridad moral que proporciona la ley y nunca tiene el matón.

Nadie les dispute la medalla, y menos los que tienen todavía frescos los cardenales de la caída del caballo. Algún día, es posible que a éstos la Historia les reconozca sus méritos, en esta fase terminal de la pesadilla que han sufrido los vascos y junto a ellos el resto de sus hermanos españoles. Pero antes tienen un largo camino por delante, que exige pedir perdón por haber creído que la libertad se conquista negándosela al vecino.