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La muerte de Simoncelli

DANIEL GUTIÉRREZ CORVO
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En el fin de semana en el que los españoles soñaban con Nico Terol y Marc Márquez copando todos los elogios y celebrando títulos (o casi), el motociclismo nos tenía reservado un duro golpe para devolvernos a la realidad de un deporte cuyo riesgo únicamente es capaz de comprenderse cuando sientes el vértigo de ir a 300 kilómetros por hora con la tensión que te exige la competencia de los rivales en cada carrera y la presión que imprimen los que alimentan el motor económico de este invento, que no se conforman con que seas el más rápido, sino que le diviertas y emociones con tu conducción.

La muerte de Marco Simoncelli abrirá durante algún tiempo el debate sobre la seguridad de los pilotos y la necesidad de restar potencia a las motos. Seguro que aparece ese finísimo hilo de cinismo que nos cubre irremediablemente para denunciar, llevarse las manos a la cabeza y darse golpes en el pecho señalando aquello de «eso ya lo sabía yo», «se veía venir» o «demasiadas pocas cosas ocurren». Enhorabuena a los 'Steve Jobs' de las dos ruedas, pero mucho me temo que al final seguirá imponiéndose el 'show must go on'.

Ahora el Simoncelli desgarbado, sonriente y altivo al que pude seguir en varias ocasiones cuando aterrizaba el Mundial en Jerez, el mismo que se paseaba por el 'paddock' luciendo su peculiar melena y amplias gafas de sol más propias de una estrella de rock que de un piloto al que le costaba acoplarse al carenado cuando conducía una 125 cc. y soñaba con seguir los pasos de su ídolo Valentino Rossi, será recordado como un héroe de las motos que murió en la batalla.

Porque 'SuperPippo' era un piloto incómodo, peleón, imaginativo dentro y fuera de la pista, uno de los mayores exponentes de lo que se está convirtiendo el motociclismo en los últimos tiempos: un espectáculo. Con todo lo bueno y todo lo malo que ello conlleva. Lo único que hay que reflexionar es si es el camino adecuado. Los pilotos, y solo los pilotos, tienen la palabra.