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LA HOJA ROJA

ADIÓS A LAS ARMAS

Llega el momento de las reflexiones, porque con tanto eufemismo no queda más remedio que recurrir a la interpretación de los textos

YOLANDA VALLEJO
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En el país de lo lingüísticamente correcto no necesitamos del diccionario para descifrar eufemismos, que no son más que palabras socialmente aceptadas, dicen, para no ofender al oyente. No necesitamos ni siquiera un manual de instrucciones como el que recibieron los fantasmas de Bitelchus -película altamente recomendada para echar una siesta cualquier sábado por la tarde-, ni necesitamos recurrir a esos jueguecitos estúpidos del «quien tú sabes» o «el innombrable» de los que tanto abusan en Harry Potter para referirse a Lord Voldemort. En el país de lo lingüísticamente correcto nos acostumbraron hace mucho a eliminar los conceptos y las ideas mediante la utilización de la palabra. Lo que no se nombra, no existe, tan sencillo como eso. Y así, no hace falta que se lo recuerde, desaparecieron los velatorios y su lugar fue ocupado por esos tanatorios de cafetería y asepsia en los que echamos un rato -no mucho- antes de las incineraciones, que lo de los entierros también pasó hace mucho a mejor vida. Y así, corriendo el peor de los riesgos, me atrevería a decir que desaparecieron los viejos -abuelos, personas mayores, tercera edad- y las guerras -intervenciones militares- y las torturas -técnicas de persuasión, interrogatorios físicos- y el cáncer -larga enfermedad- , y la muerte -irse, perder la vida, desaparecer-, y los asilos -centros de mayores-, y los niños listos -altas capacidades- y los niños torpes -déficit de atención- y los niños coñazos -hiperactivos- y hasta los peluqueros -estilistas-. Eso, por no entrar en la jerga política donde nada es lo que parece, el paro es desempleo, la crisis, desaceleración, los robos son malversaciones de fondos, el soborno es cohecho. Siga, siga usted que seguro que tiene a mano muchos más ejemplos.

En el país de lo lingüísticamente correcto hemos perdido el norte y hemos terminado por aceptar que la realidad es tan metafórica y tan intangible como el código de palabras que la conforman. «Dame el nombre exacto de las cosas», decía Juan Ramón Jiménez, y no le hemos hecho caso. En el país de lo políticamente correcto celebramos el comunicado que la banda terrorista ETA -izquierda abertzale, según la nueva estética- nos dejaba el pasado jueves como el gran triunfo de la democracia. «ETA anuncia el cese definitivo de la violencia» era el gran titular, porque tres encapuchados así lo manifestaban y con estas palabras conjuraban el fin de más de cuarenta años de terrorismo -lo de lucha armada es otro eufemismo-, el fin de los asesinatos -víctimas de la lucha armada, se entiende-, el fin de la pantalla de miedo y terror a través de la que hemos ido viendo enturbiarse nuestra democracia y nuestra historia más reciente. Llegó el gran día, decíamos todos, por fin se ha terminado esta historia interminable en la que más de ochocientas personas han perdido la vida -han sido asesinados, sin eufemismos- y en la que lo único que tenemos, curiosamente, es la palabra de ¿honor? de la banda terrorista. No dicen que ETA desaparece, ni muestran el más mínimo arrepentimiento. «No ha sido un camino fácil» -insisten-. «La crudeza de la lucha se ha llevado a muchas compañeras y compañeros para siempre. Otros están sufriendo la cárcel o el exilio. Para ellos y para ellas nuestro reconocimiento y más sentido homenaje», dicen explícitamente. Mire usted qué bien. No cierran la puerta, sino que la abren al diálogo con los gobiernos para la «superación de la confrontación armada», que vaya usted a saber qué quiere decir eso.

En fin. Que tras el celebrado anuncio, llega el momento de las reflexiones, porque con tanta corrección lingüística, y tanto eufemismo no queda más remedio que recurrir a la interpretación -casi siempre libre interpretación- de los textos. Así, nuestro presidente hablaba de «una democracia sin terrorismo pero no sin memoria», que como titular no estaba nada mal aunque su enunciado más bien parecía obra del oráculo de Delfos, Rubalcaba -Alfredo- decía «hoy es un gran día para celebrar la gran victoria de la democracia», Griñán -Pepe- sentía «ese alivio que uno siente cuando sabe que hay una amenaza insensata e irracional y deja de serlo» -de libro, para estudio, la frase-, mientras Esperanza Aguirre encendía la pira «para mí los comunicados de ETA tienen credibilidad cero» y el «yameveopresidente» Rajoy intentaba contemporizar -viendo lo que se le viene encima- con un «el anuncio se ha producido sin ningún tipo de concesión política». Ya ven que cada uno cuenta la feria según le va.

Y es que, a un mes de las elecciones, no está el camino como para resbalarse. Todos nos alegramos, porque es lo que toca y porque hace mucho que no tenemos motivos para la alegría. ETA dice adiós a las armas, como el título de aquella novela de Hemingway y todos sentimos que hemos dado un paso más hacia adelante, aunque sólo sea de palabra, ya veremos después que hacemos con la obra y con la omisión. De momento, tenemos algo y no importa si lo ha conseguido este Gobierno, el que viene, o mi prima la del quinto. Hay un adiós a las armas, sin eufemismos que valgan.

Mientras, el mundo sigue su curso, imparable, -no se ha parado ni un momento, decía la canción- pero siempre en la misma órbita. Hasta la Constitución de 1812, mire por donde, no se suprimieron las picotas en este país, aunque el retorno de Fernando VII volviera a ponerlas de moda. Ya sabe, las picotas eran esos expositores donde se colgaban las cabezas o cuerpos de los ajusticiados por la autoridad civil y que servían para atestiguar que el muerto estaba bien muerto. Como Gadafi, al que se han encargado de enseñar muerto del todo para alivio de los libios y del planeta entero. Muerto y requetemuerto, ahí lo tenéis, para que no haya dudas, ni eufemismos ni retórica barata.

Y es que, a pesar de todo, en el mundo de lo lingüísticamente correcto, parece que una imagen sigue valiendo más que mil palabras.