Editorial

Paz conquistada

La alegría por el cese definitivo de su acción terrorista no da a ETA derecho alguno a dictar las condiciones del nuevo tiempo

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El anuncio de que ETA ha decidido poner fin para siempre a su actividad armada es la noticia que esperaba con anhelo la sociedad española. La generalizada convicción de que nos encontrábamos ante el irremisible declive de la banda terrorista precisaba la confirmación de tal declaración. Es cierto que ETA no ha resuelto su disolución, lo cual debe ser tenido en cuenta tanto por parte de las instituciones como por la opinión pública. Pero también lo es que el paso notificado ayer puede interpretarse, sin ningún género de duda, como irreversible. Independientemente del repudio moral que merezca la organización terrorista, reflejado durante años en las muestras de rebelión cívica que ha provocado su violencia fanática, es obligado concluir que el comunicado emitido retira la amenaza física que pendía sobre miles de personas y permite a sus familias vivir con la seguridad y el sosiego que cabe esperar en un país democrático y avanzado.

Sin embargo, en medio del alivio general, nadie debe olvidar que la decisión adoptada por ETA no es una concesión que la sociedad tenga que agradecer a los violentos, sino el fruto de un prolongado esfuerzo democrático por reducir el poder totalitario de la banda a su mínima expresión mediante un rechazo social creciente, la aplicación de la Ley y la cooperación internacional. La declaración de ayer no puede rebajar en un ápice el reproche y la condena que la sociedad y sus instituciones representativas vienen mostrando frente a la coacción violenta y frente a las pretensiones de justificarla y legitimarla, aunque sea retrospectivamente o auspiciando la desmemoria.

En este sentido, resulta totalmente repulsivo que ETA aproveche el anuncio de que pone fin para siempre a su ejecutoria violenta para salvar su sangrienta trayectoria como parte de una lucha de décadas e incluso como expresión de un conflicto de siglos. Del mismo modo es inaceptable que explique su decisión como consecuencia de la apertura de «un nuevo ciclo político» en Euskal Herria, que la banda reivindica como logro de esa ignominiosa trayectoria. El relato que ETA y la izquierda abertzale utilizan para contentar a sus bases más extremistas y para recabar el agradecimiento exculpatorio de aquellos sectores de opinión que en el País vasco se muestran más proclives al olvido resulta cruel para las víctimas del terrorismo e hiriente para esa inmensa mayoría de españoles y de vascos que abominan de la barbarie. La épica terrorista constituye una afrenta para la libertad también el día en que su tregua se torna definitiva.

El anuncio del final de la actividad terrorista no puede llevar a los demócratas a pasar por alto el mensaje autojustificatorio de ETA ni a aceptar de forma acrítica su pretensión de «abrir un proceso de diálogo directo» con los gobiernos español y francés sobre lo que la llamada Conferencia de Paz de San Sebastián consagró como «las consecuencias del conflicto» y «la superación de la confrontación armada». No solo por los riesgos que entrañaría dar carta de naturaleza a la interlocución etarra en un terreno tan delicado. Sobre todo porque sería inadmisible someter el reconocimiento de las víctimas del terror y el daño causado a las mismas a una especie de mercadeo moral escenificado. Y porque tampoco cabría apelar a la generosidad de la democracia en relación a las personas procesadas o condenadas por actividades terroristas cuyo cese definitivo se anunció ayer soslayando la extrema gravedad de los actos sobre los que se ha pronunciado la Justicia y situando al Estado de derecho a merced de una transacción ajena a sus fundamentos.