Dadaab, capital de la miseria
Las cooperantes españolas llevaban un mes trabajando en este campo de refugiados, el más grande del mundo
Actualizado: GuardarImaginen una ciudad con la misma población que Murcia, con casi 450.000 personas. Ahora resten a esa imagen la posibilidad de resguardarse del frío en una vivienda, de poder llevarse cada día algo caliente a la boca, de tener un vaso de agua corriente con el que calmar la sed... Y sumen: ver cada día cómo un niño muere a su lado, cómo hienas hambrientas devoran a una de las miles de personas que aguardan en mitad del desierto para entrar en la 'ciudad', la incertidumbre al acostarse de que esa noche puede ser la última. Y tendrán el resultado.
Bienvenidos a Dadaab, la capital mundial de la miseria, el campamento de refugiados más grande del planeta. La ciudad ideada hace veinte años para acoger a 90.000 personas y en la que hoy malviven medio millón de almas en pena en mitad del rojizo desierto de Kenia.
Las interminables hileras de tiendas de campaña, casuchas y cabañas son de lo poco ordenado en el 'edén de la miseria', el refugio forzoso de los somalíes huidos del Cuerno de África por la hambruna, la sequía y las sangrientas guerrillas. El resto es anarquía, la ley del más fuerte, a pesar del toque de queda (entre las cinco de la tarde y las seis de la mañana) y del denodado esfuerzo de organizaciones como Médicos sin Fronteras, a la que pertenecen las dos cooperantes españolas secuestradas este jueves: la catalana Montserrat Serra, de 37 años, y la madrileña Blanca Thiebaut, de 30, que llevaban algo más de un mes en Dadaab.
Inicialmente eran tres campos de refugiados: Dagahaley, Hagadera e Ifo. Ahora se han unido todos en un monstruoso 'oasis' de polvo, hambre y muerte. Pero para los somalíes, sedientos y huesudos, decir Dadaab es decir vida. Desesperados, caminan hasta un mes para llegar a su nueva casa. Los más afortunados, con un burro y un carro en el que cargar sus miserables pertenencias: 80 kilómetros de infierno a pie por el pedregoso desierto. Como andar sobre fuego. Muchos mueren nada más llegar al campamento. Bien lo sabe Isnino Siyat, una joven de 22 años. Se seca las lágrimas mientras levanta con sus manos su hogar. Con cuatro palos talados de árboles cercanos y trapos que le han dado los cooperantes. Su marido no anda lejos. Cava una fosa a unos metros. En sus brazos lleva el cuerpecito exhausto de Ibrahim, su sobrinito de 3 años. El niño no aguantó la abrasadora caminata. Y solo Isnino le llora.
En Dadaab no hay tiempo para los lamentos. Cada suspiro resta posibilidades de sobrevivir. Las ONG se esfuerzan por repartir víveres y frenar la mortalidad. Hasta 100 personas perecen en un solo día. Pero un recién llegado puede tardar mes y medio en tener acceso a su primera ración de comida. Y hay que caminar tres kilómetros para llegar a la única fuente de agua potable del humeante desierto.
'Prohibidos los rifles'
Yaqub Abdi puede considerarse afortunado. Él 'solo' tuvo que andar ocho días por el desierto. Aunque ahora no cesa de mirar hacia la puerta de entrada del campo de refugiados. Su mujer y sus ocho hijos dejaron la seca Somalia mucho antes que él. Jamás llegaron a Dadaab. El desierto se las tragó... "No tuvimos otra opción. Allí no llueve y no hay con qué alimentarse". Abdi es solo una de las once millones de víctimas de la decidida sequía que estrangula Somalia, la peor en medio siglo, según la ONU. Tras las verjas del campamento se agolpan otras 8.000 personas intentando entrar. Cada día llega un millar de refugiados. Y la lucha tras las fronteras de Dadaab no solo es contra el hambre y la sed. Ya ha habido ataques de hienas, tan desesperadas como los refugiados. Y en el cielo sobrevuelan los marabúes, listos a cambiar su instinto carroñero por un ataque a presas vivas.
Los jeeps de las ONG circulan por el campamento con señales de 'prohibidos los rifles'. Las armas no escasean. Ni las sospechas de que los terroristas de Al Sabah (sección somalí de Al-Qaida) estén ya entre las casuchas y las tiendas, como unos refugiados más. Otra amenaza de muerte.
Ni por la noche cesan los llantos de los niños en Dadaab. Uno de cada cuatro está sentenciado por la desnutrición. Bajo su chamizo de palos y trapos, Isnino se traga la pena. Yaqub cierra los ojos para perder de vista por un instante la puerta. Mañana seguirán luchando. Otro asalto por la supervivencia en la capital mundial de la miseria.