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la familia Magdy posa sonriente en el salón de su casa situada en el barrio cristiano de Al-Faggala, en la capital egipcia. :: P. ROSAS
MUNDO

Cristianos a la sombra de una revolución

Centenares de familias coptas se plantean emigrar de Egipto por el repunte de la violencia sectaria

PAULA ROSAS
EL CAIRO.Actualizado:

En la última obra que Margo representó con su grupo de teatro de la iglesia, hacía el papel de la esposa de un médico que quería emigrar a América. «Teníamos las maletas ya preparadas y nos íbamos incluso al aeropuerto, pero al final los pacientes de mi marido nos convencían para que nos quedáramos», explica esta adolescente, toda ojos y manos haciendo dibujos en el aire. La historia tiene final catastrófico -el avión se cae-, pero también feliz porque la pareja se salva por su compromiso con el servicio a los demás. Y con moraleja: «El avión se estrella como mensaje de Dios para que no nos marcháramos de nuestro país».

A Margo, que tiene 16 años y 945 amigos en Facebook -«los conozco a todos, aunque no personalmente», aclara-, la cuestión de la emigración la tiene dividida. No como a su hermana Mirna, más pequeña, y a la que, pese a su timidez, se le escapa un risueño «¡sí!» cuando se le pregunta si le gustaría ir a Canadá. La familia no va a moverse, por ahora, de su cairota barrio de Al-Faggala, pero acontecimientos como los enfrentamientos del domingo pasado, en el que murieron 25 personas, la mayor parte de ellos coptos, ponen a prueba su resistencia. «Tengo dos hijas, la situación me preocupa, claro que sí, sobre todo cuando pienso en el futuro», reconoce Magdy Barsoum, padre de las niñas.

Como Magdy, miles de coptos se han planteado emigrar en los últimos meses, especialmente desde el triunfo de la revolución el pasado 11 de febrero. Una victoria cuyos logros, ocho meses después de que Hosni Mubarak fuera obligado a dimitir, muchos egipcios ponen hoy en día en duda. Especialmente entre la minoría cristiana, que supone alrededor del 10% de la población del país.

Tres días de ayuno por luto

En el colegio donde Sherry Farouk, la madre, da clases de francés, esta semana han faltado muchos niños. «La gente tiene miedo porque la situación está aún muy tensa y no sabemos si puede volver a estallar», explica Sherry mientras se mueve rápida por la impoluta cocina preparando platos y bebidas. En los armarios, pequeñas estampitas de santos se mezclan con recuerdos de bodas de familiares. Un San Jorge matando al dragón tapa el agujero que ha dejado en la pared un interruptor mal colocado.

El festín de sopa de cangrejo, pescado asado y arroz con gambas se enfría sobre la mesa y nadie prueba bocado. Ante la sorpresa de que solo haya un plato y un servicio de cubiertos, preparados para esta invitada, Sherry se disculpa: «Estamos ayunando porque nos lo ha pedido el papa para recordar a nuestros hermanos muertos». Shenuda III, el jefe de la iglesia ortodoxa copta, una de las más antiguas ramas del cristianismo, decretó el pasado lunes tres días de ayuno por luto.

Aunque tienen amigos y compañeros musulmanes, como muchos coptos, la familia Magdy vive en una burbuja cristiana. Margo y Mirna acuden al colegio del Sagrado Corazón. Sherry es profesora en el Ramses College, que dirigen monjas anglicanas. El padre trabaja en una empresa farmacéutica cuyo dueño es cristiano. En su barrio, el de Al-Faggala, de clase media, convive el sonido de las campanas los domingos con la voz del almuédano que llama a la oración.

Por lo general, los coptos no tienen problemas para profesar su fe. De hecho, la comunidad cristiana de este país es la más numerosa y probablemente la más activa de Oriente Próximo. Pero las discriminaciones pesan sobre el colectivo. La falta de contundencia con la que las autoridades afrontan los ataques a templos cristianos y los impedimentos que la ley impone a la construcción de iglesias hacen que muchos coptos se sientan como ciudadanos de segunda. Ascender a ciertos cargos de la Administración o el Ejército también es tarea imposible. Pero la discriminación que más duele es la que se siente día a día en las pequeñas cosas, una mala palabra por la calle o escuchar, por el altavoz de una mezquita, que los cristianos son infieles y que no son egipcios.