Tribuna

Un divorcio que no llega

HISTORIADOR. PROFESOR DE LA UCA Actualizado: Guardar
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Finalizada la Guerra Civil, el general Franco instauró un régimen de unión Iglesia y Estado donde el talante de reconquista y el deseo de cristianizar al pueblo español motivaba las actuaciones políticas. El término 'nacional-catolicismo' definía el carácter de las relaciones entre el gobierno y la religión. En la creencia de que la esencia de la nacionalidad española era el catolicismo, de este presupuesto se derivó la fusión de los sistemas eclesiástico y político, y la incorporación de la Iglesia al aparato del Estado. En 1941 el Vaticano establecía un convenio con España relativo al nombramiento de obispos, que otorgaba a Franco el privilegio del que venían gozando nuestros jefes de Estado desde los tiempos de los Reyes Católicos. Y en 1953 se firmaba el Concordato entre España y la Santa Sede por el que ambos satisfacían sus intereses: el régimen franquista adquiría legitimidad a los ojos de la comunidad internacional y la Iglesia pasaba a tener el control de la sociedad. Al año siguiente, el 25 de julio, en la ofrenda que le hizo Franco al apóstol Santiago, el cardenal Quiroga respondía así a las palabras del Generalísimo: 'Yo os felicito, Excelencia, por haber sido elegido por Dios para reafirmar nuestra unidad católica'.

Pero a partir del Concilio Vaticano II (1965) el desfase entre la Iglesia católica y el régimen franquista quedó en evidencia. La antigua doctrina de que los Estados fuesen confesionales no encajaba con el reconocimiento conciliar de la libertad religiosa. Pablo VI incluso pidió por carta (1968) a Franco la renuncia al privilegio de presentación de obispos, pero la cuestión quedó emplazada para una revisión del Concordato.

Años más tarde llegaría la transición política, si bien antes ya se había producido en España una transición religiosa, con el paulatino 'desenganche' del catolicismo respecto del franquismo. Una vez recuperada la democracia, y ratificado su destacado papel en el advenimiento de un régimen de libertades, el 3 de Enero de 1979 (apenas un mes después de aprobada la Constitución), se firmaban unos Acuerdos con la Santa Sede. Marco jurídico que regula las relaciones entre la Iglesia y el Estado, en ellos se hacía efectiva la desvinculación de ambas instituciones y se reformaban asuntos económicos, de enseñanza, asistencia y protección legal de la labor benéfico-social. Como corresponde a un Estado democrático y de Derecho -nuestra Constitución (artículo 16.3) establece que ninguna confesión religiosa tendrá carácter estatal- se reconoce la separación entre Iglesia y Estado, evitando así «cualquier tipo de confusión entre fines religiosos y estatales» (Sentencia del Tribunal Constitucional 177/1996). Esto no significa indiferencia pública, ni una política de laicidad (no confundir con laicismo) excluyente, que obligue al confinamiento de la religión al ámbito privado. Hay un principio constitucional de garantía, reconocimiento y protección de las creencias religiosas que posee la sociedad española.

Han pasado más de treinta años y aunque esta separación, desde el punto de vista legal es un hecho, la realidad más evidente a veces la desmiente. Muchos cristianos advertimos una pervivencia de la antigua unión entre poder civil y religioso, la cual deja patente la falta de autonomía plena y mayoría de edad de una ciencia política que necesita seguir recurriendo al elemento sagrado. Sería el caso, por ejemplo, del momento en que ministros, elegidos mediante las urnas, juran sus cargos en presencia de un crucifijo. Es el viejo presupuesto del que, parece, no quieren desprenderse algunos gobernantes: que el origen de su poder es divino. Además, la credibilidad del juramento resultará complicada cuando muchos de ellos han confesado su ateísmo. Aceptando el respeto que merecen las tradiciones, semejantes actuaciones manifiestan una valoración muy pobre de la naturaleza laica del Estado moderno, donde los problemas se resuelven acudiendo a la razón política y a la voluntad de todos los ciudadanos. No necesitamos ya seguir recurriendo al auxilio de dictados sobrenaturales (lo cual, no reclama olvido o menosprecio por los fundamentos éticos). Se trata, simplemente, de reconocer la autonomía de las realidades terrenas que afirma el Vaticano II (Gaudium et Spes, 36). El concepto del soberano con poder absoluto y divino fue barrido por la Ilustración y las revoluciones liberales. Legitimados por el poder democrático, que emana directamente del pueblo, en las sociedades modernas las leyes las hacemos los hombres y las mujeres. No es Dios quien dicta nuestras normas jurídicas y de convivencia social. La Constitución -con los riesgos y exigencias que eso implica- está por encima de cualquier divinidad. Ya hizo ver Jesús a sus discípulos (Juan 16, 2-3) la distinción entre apelar y conocer a Dios. Apelando a Dios se puede quitar la vida, incluso a sus mismos enviados (de hecho, el Nazareno fue condenado en nombre de una divinidad).

La misma continuidad de la antigua unión, poder civil y religioso, se contempla en la utilización que suele hacerse de símbolos e imágenes religiosas (santos, vírgenes) como representantes (patronos/as) oficiales de un pueblo o ciudad. O cuando mandos civiles y militares, que se declaran agnósticos, desfilan en procesiones religiosas (muchos lo desean vehementemente, se pierden por llevar la vara de mando de alguna cofradía, que les nombren hermanos mayores y les impongan la medalla del Cristo o la Virgen correspondiente). A nadie sorprende ver que autoridades civiles presidan actos litúrgicos. Es lógico, cualquier ciudadano está en su derecho de asistir a un culto religioso, pero debería hacerlo como mero creyente anónimo, sin necesidad de mostrar ningún signo distintivo externo que haga referencia al cargo público que ostenta. Porque de igual modo que un alcalde preside un acto litúrgico, deberían permitirle hacer lo mismo a un obispo en un Pleno del Ayuntamiento. Si atendemos a argumentos democráticos, el Estado de Cristiandad murió hace ya tiempo, incluso doctrinalmente. Tal vez, nuestras autoridades civiles necesitan todavía sacralizarse para que sus medidas políticas parezcan justas a los ojos del pueblo.