opinión

Bogavante a la parrilla

El muy respetable movimiento animalista tiene que aprender de una vez las reglas de la proporción

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En un reciente programa televisivo de cocina un joven parrillero de Getaria oficiaba un hermoso bogavante con sus enormes pinzas dentadas y su caparazón azulado; un precioso animal de corte paleolítico de la época de los dinosaurios que habita piedras y recovecos en las profundidades marinas. Hablaba distraídamente Igor Arregi con su anfitrión David de Jorge sobre la receta mientras con un par de movimientos rápidos arrancaba en vivo las patas para depositarlas en una sartén caliente al fuego. El crustáceo continuaba moviéndose cuando el cocinero sujetándolo con una mano procedió a cortarlo cuidadosamente por la mitad, de cabeza a cola, con un cuchillo perfectamente afilado. Aún se movían las dos mitades por el efecto mecánico de la contracción de los amariscados músculos cuando Arregi extrajo el coral de la cabeza del bicho depositándola cuidadosamente en un plato «para que no se achicharre en la plancha». En un par de minutos la ‘faena’ había terminado y el bogavante estaba listo para la parrilla a la vista de miles de espectadores sin que ningún animalista se rasgase las vestiduras ni pidiera firmas para terminar con el sufrimiento de los crustáceos. Esa misma semana los defensores de los derechos de los animales habían liquidado siglos de toros, de arte, de fiesta en Cataluña con la coartada del sufrimiento de los astados.

Hace algunos años en una pared del apeadero ferroviario de Neguri entonces reducto de la ‘oligarquía’ vasca lucía una pintada provocadora: «pieles de foca para vestir zorras». La indignación animalista y conservacionista que desprendía el grafiti no alcanzaba otros sufrimientos ni otros derechos además del de las focas. Ni una sola pintada de los animalistas en toda la margen derecha del Nervión maldecía la violencia terrorista que estaba asolando el terreno con secuestros, chantajes y coches bomba. Hay docenas de ejemplos en los que ha aflorado estrepitosamente la incongruencia, la paradoja o el absurdo de espíritus tan sensibles contra la vivisección de los cobayas y tan desmemoriados para las tragedias humanas. Sin hablar de los sufrimientos animales olvidados en las granjas de engorde, en el transporte de ganado, el enjaulamiento de pájaros por entretenimiento y diversión, de peces de colores con una media de vida de pocas semanas en peceras decorativas, toros embolados o vilmente alanceados. Eso sí, de pronto se apuntan a una corriente indignada porque el Congreso no reconoce al orangután derechos tradicionalmente reservados a los humanos. El muy respetable movimiento animalista que ha tenido desde la Grecia antigua impulsores como Pitágoras que compraba animales en el mercado para dejarlos en libertad, tiene que aprender de una vez las reglas de la proporción, de las prioridades, de la mesura y centrarse en la pedagogía más que de la prohibición.