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Ricardo y Nicolás Remiro posan junto a su rebaño en los rasos de la sierra navarra de Urbasa. | José Ignacio Unanue
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Póker de quesos

Unos pastores navarros ganan por cuarta vez el mejor certamen europeo

Borja Olaizola
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.300 euros por media pieza, el equivalente a unos 550 gramos. Puede que muchos pongan en duda la salud mental de quien desembolsa semejante fortuna por apenas medio kilo de queso, pero en el concurso de Idiazabal que se celebra todos los meses de septiembre en Ordizia (Guipúzcoa) lo normal suele ser la excepción. Basta un vistazo a la lista de los nombres del jurado –Juan Mari Arzak, Pedro Subijana, Martín Berasategui o Hilario Arbelaitz, entre otros– para darse cuenta de que algo gordo se cuece en el certamen. Si la ojeada se extiende a otra lista, la de los precios que han alcanzado los quesos ganadores en la subasta que cierra el concurso, uno termina de convencerse de que en Ordizia puede pasar cualquier cosa. ¿Y qué es cualquier cosa? Pues, por ejemplo, que se paguen 12.100 euros, más de dos millones de pesetas, por algo tan aparentemente modesto como medio queso (ocurrió en 2004).

Las cifras que se manejan en la subasta y la fama de algunos de los jurados, verdaderas estrellas del firmamento mediático, han hecho de Ordizia el concurso de quesos de mayor renombre que se conoce en todo Europa. Es tal la expectación que suscita que uno tiene la impresión de que en vez de un certamen gastronómico se asiste a la entrega de una versión rural de los premios Nobel. El vencedor de la puja tiene su momento de gloria asegurado en todos los medios informativos locales y en buena parte de los nacionales, lo que ayuda a explicar las desorbitadas cotizaciones que alcanzan los quesos vencedores. La imagen del dueño del restaurante de turno dando un beso o alzando la media pieza que acaba de adquirir a cambio de varios miles de euros es ya todo un clásico del fin del verano. Un par de aclaraciones. Primera: se subasta sólo medio queso porque el otro medio se reserva a las catas de los jurados. Y segunda, los ingresos de la subasta son para la residencia de ancianos de la localidad.

En medio de semejante barahúnda no es raro que los productores de quesos, sobre el papel los grandes protagonistas de la jornada, terminen quedando en un segundo plano. Los silencios que teje la rutina del pastoreo cuadran mal con tanta pirotecnia. «Con todo este jaleo llevo ya casi un par de noches que no puedo pegar ojo», se sincera Ricardo Remiro, el vencedor de la última edición del concurso de Ordizia. El pastor navarro es probablemente el más laureado de los productores artesanales de España –ha ganado tres medallas de oro en otras tantas ediciones del World Cheese Awards, algo así como el campeonato mundial de quesos–, pero no termina de acostumbrarse al bullicio de los concursos. Remiro habló con V un par de días después de haber triunfado en Ordizia mientras pastoreaba su rebaño por los rasos de Urbasa, una sierra que marca la divisoria climática entre la Navarra atlántica y la mediterránea.

Cuatro coronas

A Remiro le llamaban Boris cuando era joven por su parecido con el tenista alemán de apellido Becker. Lo cuenta con una sonrisa traviesa su mujer Cristina mientras cuida a Mikel, el más pequeño de los dos hijos del matrimonio. El pelo rabiosamente rubio y los ojos claros, casi transparentes, le dan un aire de personaje recién salido de una saga nórdica. «Desde que nací mi vida ha girado en torno a las ovejas». Sus padres, también pastores, lo tuvieron cuando sustituían los inviernos de hielo y nieve de Urbasa por la brisa templada del Cantábrico siguiendo una tradición que se remonta a la noche de los tiempos. «En realidad soy nacido en Guipúzcoa porque en aquella época (hace 41 años) todavía se hacía la trashumancia y pasábamos los inviernos en Zubieta, cerca de Lasarte».

Remiro siempre ha sido pastor, aunque durante una época combinó el cuidado de las ovejas con un trabajo en una carpintería de Estella. «Anduve ocho años desdoblándome, pero me di cuenta de que lo que en realidad me tiraba era el rebaño», confiesa. Luego se lió la manta a la cabeza y levantó su propia quesería en Eulate, un pequeño pueblo de las estribaciones de Urbasa. Allí empezó a poner en práctica la sabiduría heredada de sus padres, que ya habían paladeado las mieles del éxito como productores al hacerse con el premio del concurso de Ordizia en 1987 (la madre) y en 1989 (el padre). Los cuidados que dan a su producto son milimétricos: «Apartamos la leche de la oveja que se ha dado un golpe porque sabe distinta».

El continuador de la saga pastoril no tardó en revalidar los éxitos de sus progenitores. A los triunfos logrados en los principales certámenes internacionales pronto sumó su primera victoria en Ordizia (2008). En total, la familia acumula nada menos que cuatro galardones del concurso de la localidad guipuzcoana, toda una marca que les hace acreedores del título de reyes del queso.

El más joven de los Remiro tiene un rebaño de 380 ovejas de raza latxa que cuida con la ayuda de su mujer y de su padre, convertido ahora en patriarca de la saga. Padre e hijo viven el pastoreo con similar entrega, aunque los papeles que desempeñan ilustran la evolución del oficio. El progenitor, de 71 años, no se separa del rebaño de abril a noviembre, la época en que las ovejas suben a la sierra para alimentarse de los pastos frescos. Durante todos esos meses su hogar es un tosco refugio de unos pocos metros cuadrados que apenas quebranta el paisaje de la planicie verde de los rasos de Urbasa. «Los días aquí arriba se hacen muy duros», reconoce el veterano pastor, convencido de que su oficio camina hacia la extinción. «Pídele a algún chaval que se pase todo el verano, día y noche, en el monte con las ovejas y verás qué respuesta te da», dice con gesto risueño.

Nicolás es uno de los últimos pastores que aún pernoctan en las bordas de la sierra. Podría bajar a dormir a su casa de Eulate en el todoterreno que tiene aparcado junto a su cabaña, pero prefiere quedarse arriba. Son ya muchos años haciendo lo mismo y confiesa que por las noches echaría en falta el rumor de las hojas de las hayas y el cielo poblado de estrellas. A casi mil metros de altura y sin poblaciones que contaminen con su luz la bóveda celeste, el espectáculo nocturno se antoja irresistible. Su hijo, que durante muchos años compartió con él las noches estrelladas de Urbasa, duerme ahora en Eulate con su familia y sube a la sierra en coche un par de veces al día para ayudar a su padre con el rebaño.

El otoño se echa encima y las hayas centenarias que rodean la cabaña de los Remiro empiezan a amarillear. La falta de agua –el verano ha sido inusualmente seco– hace que los árboles aceleren la invernada y vuelve ralos y leñosos los tiernos pastos de la sierra. Hay que recurrir al forraje para completar la alimentación.

–Pasando tanto tiempo con las ovejas, uno acabará cogiéndoles cariño...

–No voy a decir que son como la familia, pero casi. Las conocemos a todas y de un solo vistazo sabemos cómo está cada una. Las ayudamos a nacer, las vemos crecer y las curamos cuando tienen algo. ¿Cómo no íbamos a apreciarlas?