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Troy Davis fue ejecutado ayer | AP
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El último menu del condenado a muerte

Troy David declinó pedir un plato especial esperanzado por salvarse. Conoce el menú postrero de los reos condenados a muerte en EE UU

Pío García
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Troy Davis, un hombre negro de 42 años, murió ayer en la cárcel de Jackson, Georgia (Estados Unidos). Su ejecución estaba prevista para las siete de la tarde, hora local, pero fue aplazada durante cuatro horas. Los abogados de Davis confiaban en que el Comité de Indultos de Georgia anulase la sentencia de muerte por las sangrantes irregularidades del proceso. Pero los jueces no concedieron la medida de gracia. A las once de la noche (las cinco de la mañana en España), Troy Davis fue ejecutado con una inyección letal.

«Soy inocente», insistió antes de morir. «Yo estaba desarmado». Troy fue condenado por haber asesinado en 1989 a Mark McPhail, un policía fuera de servicio, en el parking de un Burger King en la ciudad de Savannah. Pero el arma homicida jamás apareció, no hay pruebas objetivas que demuestren la culpabilidad de Davis (ni huellas ni rastros de ADN) y de los nueve testigos que lo acusaban, siete se han retractado y han reconocido «presiones policiales» para incriminarlo. El Papa Benedicto XVI, el expresidente americano Jimmy Carter o el premio Nobel de la Paz Desmond Tutu han solicitado públicamente la revisión de su caso. Sus palabras cayeron finalmente en terreno baldío. «A todos aquellos que hoy van a matarme, que Dios os bendiga», añadió Troy Davis. Instantes después, el cloruro de potasio y el bromuro de pancuronio corrían por su sangre, paralizaban su corazón, cerraban sus pulmones y escribían el último renglón de su atormentada biografía.

Como todos los condenados a muerte, Troy Davis pudo pedirse un capricho para comer. No quiso nada especial. Todavía confiaba en el recurso presentado por sus abogados. «Esta no será mi última cena», dicen que advirtió a sus carceleros. Le sirvieron el menú de todos los internos: una hamburguesa con queso, patatas, alubias, galletas y un vaso de mosto. También rechazó tomar un tranquilizante. Caminó hacia el patíbulo sereno y consciente, sorbiendo sus últimos segundos de vida. La familia de su presunta víctima estaba sentada en primera fila. «Yo no maté a su padre, hermano o hijo», les repitió. Y conminó a sus defensores a que siguieran indagando: «Buscad pruebas que me hagan justicia».

Unas horas antes que Troy Davis, en Huntsville (Texas), Lawrence Russell Brewer, un americano blanco de 44 años, era ejecutado con una inyección letal. Miembro de Ku Klux Klan, racista furibundo con rasgos psicópatas, fue acusado de matar a un negro, James Byrd. Lawerence Brewer, Shawn Berry y John King escogieron a su víctima por el color de su piel, luego lo atropellaron con una furgoneta, pasaron varias veces sobre su cuerpo, lo encadenaron y lo arrastraron por el asfalto. En este caso, no hay dudas, ni testimonios controvertidos, ni peticiones ilustres de clemencia. «No me arrepiento», dijo Brewer horas antes de su ejecución. «Volvería a hacerlo, para ser sincero». Lawrence Brewer sí quiso darse un homenaje gastronómico antes de morir. Pidió un bol de ocra (una hortaliza apreciada en la cocina caribeña), dos filetes de pollo con cebollas, una triple hamburguesa de queso con beicon, una tortilla de queso con tomates, pimientos, carne picada y jalapeños, tres fajitas, una pieza de barbacoa, una pizza y tres cervezas de raíz (un extraño jarabe a base de melaza, regaliz, nuez moscada y granos de anís). Para terminar, solicitó una pinta de helado de vainilla y bastante mantequilla de cacahuete. En total, más de 3.500 calorías. Parece como si Lawrence Brewer hubiera querido morir de indigestión antes que de un jeringazo de veneno.

Sucedáneo de langosta

En Estados Unidos existe una morbosa curiosidad por conocer el menú postrero de los reos. Las peticiones se hacen públicas e incluso se han editado libros y páginas web ('Deadmaneating.blogspot.com') con recetas y enumeraciones de platos. Pero todo tiene truco: el condenado puede pedir lo que quiera..., aunque no siempre se lo conceden. Nos quedamos sin saber, por lo tanto, si el estómago de Lawrence Brewer aguantó aquel inaudito desfile de platos grasientos y ultracondimentados. En el estado de Florida, con el fin de «evitar las excentricidades», las últimas cenas solo pueden incluir productos que se compren en el mercado local y cuyo costo no supere los 40 dólares (unos 30 euros). Ni caviar iraní ni champán francés. En las prisiones de Virginia manejan un menú rotatorio con 28 platos principales y el recluso debe limitarse a escoger su favorito. Nada de alcohol. En muchos sitios, tampoco se conceden los cigarrillos. En otras penitenciarias, se advierte que los caprichos se limitarán.... a lo que tengan en ese momento en la cocina.

Brian Price, autor del libro 'Comidas para morir', preparó la última cena de más 200 personas en la prisión tejana de Huntsville. Price había sido condenado por abusar sexualmente de su exmujer y fue asignado a la cocina de la prisión. «Nadie quería hacerlo porque les daba yuyu. Un día pidieron voluntarios, no salía nadie y me ofrecí». Lawrence Buxton iba a ser ejecutado en febrero de 1991 por haber asesinado al dependiente de un supermercado. Antes de morir, encargó un filet mignon, un pastel de piña, fruta, té y café. La cocina recogió el pedido, pero no lo atendieron debidamente: en lugar de un filet mignon, le dieron un chuletón. «Yo creía que siempre se les concedía todo, pero me equivocaba. Cogí el chuletón y lo hice lo mejor que pude». Al día después de la ejecución, Brian Price recibió, por medio del capellán de la cárcel, las felicitaciones y el cariño del reo. Desde entonces, asumió la función de cocinar últimas cenas.

«Las peticiones se transmiten a los medios exactamente cómo las recibe el estado. Pero, como en el caso del filet mignon, muchos de los alimentos son cambiados por alternativas menos caras o más accesibles. Eso me obligaba a ser creativo», recuerda Price. Los reos que piden langosta (y son muchos) reciben un sucedáneo, las verduras son de lata y, desde 1993, los filetes se cambian por hamburguesas. También las cantidades son a veces ajustadas. David Allen Castillo pidió 24 tacos en 1998. Solo le dieron cuatro. Sin embargo, y pese al temor de los alcaides, los condenados no suelen ser extravagantes. Sus menús reflejan, con escasas variaciones, lo que un ciudadano americano medio entiende por apetitoso: hamburguesas, pizzas y helados a tutiplén. «Sus peticiones no solían ser complicadas -explica Price-. Casi todos pedían aquello que comían de críos. Creo que, en cierto modo, buscaban volver a la infancia en sus últimas horas». Quizá por eso, Dobbie Gillis Williams, ejecutada en Louisiana en 1999, se tomó veinte barritas de caramelo y un helado. También Timothy McVeigh, el hombre que puso un coche bomba frente al edificio del FBI en Oklahoma y asesinó a 168 personas, se conformó con dos pintas de helado de chocolate con galletas.

Pero siempre hay gente con ganas de convertir su última cena en un mensaje, más o menos profundo. Victor Feger, ejecutado en Iowa en 1963, solo pidió una aceituna con hueso. Quería que, una vez muerto, un olivo pudiera florecer desde sus entrañas. Phillip Workman (ajusticiado en Tennesse en 2007) solicitó que, en lugar de servirle nada a él, repartieran pizzas vegetales a todos los sintecho de su ciudad, Nashville. El estado se lo negó, pero un grupo de activistas organizó una masiva campaña para cumplir su última voluntad. Aunque el caso más triste fue quizá el de Ricky Ray Rector. Mató a un agente de policía en Arkansas y luego se pegó un tiro. No consiguió suicidarse, pero la bala le arrasó el cerebro. Quedó medio tonto. La víspera de ser ejecutado, el 24 de enero de 1992, pidió un filete, un trozo de pollo frito, cherry Kool-Aid (un refresco de polvos) y un trozo de pastel de nueces. Se lo comió todo, menos el pastel. Dijo que quería guardárselo para después.