Fotografía de un Jordi Solé Tura sonriente. / Archivo
Día internacional contra el alzheimer

Un recuerdo imborrable

800.000 afectados en España y mil grupos de científicos luchan para curar el alzhéimer. A Solé Tura nunca le dijeron que lo padecía

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Recordemos que hoy se conmemora el Día Mundial del Alzhéimer. Cada 21 de septiembre. Hagámoslo por las más de 800.000 personas diagnosticadas en España que, tarde o temprano, no van a reconocerse en el espejo. Ni a sus hijos, ni a sus parejas, ni a todos los seres queridos que les rodean y que no piensan olvidarles jamás. Como Noa, la nieta de Jordi Solé Tura, exministro de Cultura, que tiene nueve años y adora a su abuelo.

Ella conoció a un señor desmemoriado y torpe, que le daba besitos, breves y dulces, como de niño chiquitín. Pero a estas alturas también ha visto el documental 'Bucarest, la memoria perdida', que ha dirigido su padre, Albert Solé, y sabe que aquel hombre era un luchador, que tenía una risa contagiosa, que sufrió el exilio en Rumanía y Francia y que solo se derrumbó una vez cuando, tras una noche de telefonazos, gestiones y mucha angustia, no pudo salvar la vida de Salvador Puig Antich, ejecutado por el régimen franquista en 1974.

Noa apenas había cumplido los siete años cuando falleció su abuelo, en 2009, y tiene toda la vida por delante para seguirle la pista. Para leer periódicos amarillentos, para preguntar y para mirarse cada mañana en el espejo y descubrir que, vaya, los ojos risueños del abuelo siguen vivos en el rostro de la nieta. ¿Cómo olvidar? La herencia, la sangre y la familia merecen un respeto. Eso lo tienen muy presente en el clan de los Solé.

Nadie conoce su destino. Tampoco Jordi Solé Tura, que se hizo a sí mismo desde la infancia a fuerza de voluntad y una gran dosis de idealismo, eso que da alas y permite ver el horizonte despejado, aunque en ocasiones todo sea un espejismo. Nunca ocultó su pasado de panadero en el pueblo barcelonés de Mollet del Vallés, y sus alumnos se quedaban admirados al saber que comenzó a estudiar el Bachillerato a los 21 años. Ni una cosa ni otra le impidieron llegar a catedrático de Derecho Político en la Universidad Central de Barcelona y a ministro de Cultura con el Gobierno de Felipe González, entre 1991 y 1993.

Un intelecto brillante

Lector voraz y apasionadamente didáctico -cuando su hijo era un crío, le encantaba comentar sus dibujos en el reverso de la hoja-, siempre tuvo muy claro que el motor de su fuerza y ambición era un intelecto brillante, casi chisporroteante, que iluminaba todo lo que tocaba. Una inteligencia privilegiada que se diluyó como un azucarillo en la oscuridad de la nada. El declive fue vertiginoso a partir de 2004, al poco de cumplir 74 años. Falleció en 2009 y nunca imaginó que padecía alzhéimer. Ni la más remota sospecha.

Estaba convencido de que lo suyo era una depresión. Muy grave pero pasajera. Hasta el último momento -cuando perdió la lucidez y abandonó la lucha- pensó que sería capaz de superar el bache. Uno más de los muchos que había remontado. Se aferraba a la esperanza con todas sus fuerzas. No importa que se pasara los ratos muertos delante de una página en blanco o que no dijera ni palabra a la hora de comer. Creía que el abatimiento y la melancolía le aturdían; quien más, quien menos ha pasado por eso alguna vez... Era lo que pensaba y repetía Solé Tura como un mantra. Nadie le llevaba la contraria, ni siquiera cuando le sobrevenían ataques de angustia o cambios brutales de humor. Los síntomas de la enfermedad cada vez eran más terribles.

Entre 2005 y 2007, vivió arropado, protegido y cuidado por una familia que, semana tras semana, filtraba los muchos compromisos que le iban llegando, ya fueran conferencias, clases magistrales o artículos para la prensa. Así fue hasta que se hizo pública su dolencia, en diciembre de 2007, con motivo del documental 'Bucarest, la memoria perdida' que iba a dirigir su hijo sobre su trayectoria. Para entonces, le quedaban dos años de vida y ya era incapaz de desentrañar el significado de la palabra alzhéimer. Solé Tura vio unas cuatro veces 'Bucarest, la memoria perdida' -ganador de un Goya en 2009- pero no captaba su mensaje, ni el sentido de la enfermedad que sufría su protagonista. Solo era consciente de que se sentía protegido, que podía dormir tranquilo y que el mundo era un lugar hermoso. Cuando paseaba y la gente se le acercaba a saludarle, daba igual que fueran conocidos o no, siempre les daba un caluroso abrazo. No sabía quiénes eran, pero él quería estrecharlos contra su pecho.

"No estaba preparado"

«Desde el primer momento, decidimos no revelarle la verdad. No estaba preparado», explica Albert Solé, hijo único de un hombre que no bebía, no fumaba, practicaba deporte desde la niñez -como esquiador de fondo y montañero- y disfrutaba de la compañía de todo el mundo, nada que ver con algunos correligionarios de 'cuna de oro', que se habían educado en los jesuitas y tendían a defender a la clase obrera desde un pedestal. Solé Tura era un todoterreno que no rehuía el barro y dejaba huella, lo mismo en las nieves del Pirineo que entre las filas del socialismo catalán.

Hasta que se le cruzó en el camino esta maldita enfermedad, todavía incurable. Con cerca de 1.000 grupos de científicos trabajando a destajo, no hay visos de esperanza a medio plazo. Se intuye que el alzhéimer (camuflado en la proteína amiloide) está latente en el cerebro unos 30 años antes de los primeros síntomas, por eso no hay nada que hacer cuando comienzan los fallos de memoria. Llegado ese punto, el daño es irreversible. Solo queda suministrar fármacos que mantienen 'a tono' al afectado, en función de su deterioro, sin que pueda evitarse en última instancia la devastación de las neuronas.

A la espera de averiguar con exactitud las causas del alzhéimer, no hay más prevención que el sentido común: hacer ejercicio moderado, seguir una dieta sana pobre en calorías y mantener una actividad intelectual constante, además de placentera. El estrés, las zozobras y frustraciones, no son el detonante pero tampoco ayudan. Ni en esto, ni en nada.

- Su padre hacía una vida bastante sana, ¿no?

- ¡Totalmente! Aunque, bueno, en el historial familiar hay un dato preocupante... Su hermano, que murió mayor, sufrió de una forma de demencia. No se descarta, por tanto, que haya una predisposición genética.

- Usted, que ahora tiene 49 años, ¿piensa hacerse algún 'test' para saber si en el futuro padecerá alzhéimer?

- Pues no. Si ya tengo la enfermedad, aunque todavía no manifieste los síntomas, ¿para qué saberlo?

- Ya, pero..

- ¿De qué serviría hacer ejercicios de memoria o ponerme a jugar con una pelotita? Es tan legítimo querer saber como dejar las cosas como están.

- ¿Lo mismo se puede decir de las familias, como la suya, que deciden ocultar la verdad al enfermo?

- Claro. La postura de Pasqual Maragall y los suyos es heroica y digna de admiración. ¡Dar a conocer la enfermedad desde el principio y abanderar la causa! Pero, ojo, también hay que respetar a quienes optan por no decir nada al afectado. Cada caso es un mundo, se trata de algo muy personal. La segunda mujer de mi padre, Teresa Eulalia Calzada, que fue la cuidadora principal, y todos los demás tomamos esa decisión. Pensamos que era lo correcto.

- ¿Tienen amistad con los Maragall?

- Mucha. ¡Pasqual es un hombre estupendo! Déjeme que le cuente una anécdota muy significativa... Un día, hace cuatro años, me encontraba desbordado; el drama familiar era durísimo... Y entonces, voy y me encuentro en la calle con el matrimonio Maragall. Me preguntaron qué tal iba todo y, bueno, no pude evitarlo. Les 'vomité' las penurias del alzhéimer con pelos y señales. Me escucharon durante media hora. Atentos y afectuosos. Pues bien, tres meses después, se hizo público que Pasqual padecía la enfermedad. ¡Y ya lo sabían cuando hablé con ellos! Son extraordinarios. Esas cosas no se olvidan.

- ¿Qué recuerdo de su padre atesora con más cariño?

- Los momentos de complicidad. ¡Los dos contra el mundo! Al poco de separarse de mi madre, cuando yo tenía unos diez años, me llevaba mucho a ver películas de arte y ensayo (que yo apenas entendía) y curioseábamos en las librerías que, a principios de los 70, estaban abiertas hasta altas horas de la madrugada. Era algo muy especial... Sentí lo mismo cuando le nombraron ministro de Cultura.

- ¿En qué sentido?

- En 1991 yo vivía en Madrid y, esa misma noche, nada más ser elegido, me llamó y cenamos en un restaurante, con el boato de los guardaespaldas y el protocolo... (Risas) Mi padre vivía todo eso con el orgullo de quien fue panadero en el pueblo de Mollet del Vallés. Me sentí cómplice. Tremendamente feliz...