Ricos agradecidos
Necesitamos gente capaz de reconocer en su prosperidad el concurso de una infinidad de personas humildes
Actualizado: GuardarPobreza y riqueza son conceptos relativos, ya se sabe. El sabio de la Rosaura calderoniana que se alimentaba de hierbas creía ser el más infeliz de mundo hasta que vio a otro sabio recogiendo las que él tiraba. Y al otro lado los ricos también lloran. No hay millonario que no tenga en el punto de mira de su envidia al dueño de un yate con más eslora. Aunque la trama de sus pesadillas no sea igual de dramática, ricos y pobres pierden el sueño temiendo que les supriman la renta básica o que les apliquen de nuevo el impuesto sobre el patrimonio, que cierren el comedor social o que el Ibex vuelva a dar un zarpazo a su cartera de inversiones. Pero por muy distintos cristales con que se miren, alguna vez habrá que admitir que la pobreza y la riqueza establecen diferencias abismales entre los individuos, y que en tiempos de vacas flacas los esfuerzos de la gente de bien deberían volcarse en los más desfavorecidos.
Es lo que han hecho unos cuantos magnates franceses al pedir un incremento de impuestos para sus rentas y fortunas. Tal vez en el país de los pícaros este tipo de gestos nos parezca a primera vista inaudito, pero si se piensa despacio nada tiene de disparatado. Dado el estado general de indignación y resentimiento, ofrecerse a tributar un poco más puede ser un inteligente seguro a medio plazo, sobre todo si las cosas siguen empeorando como hasta ahora. Y también un acto de coherencia. Frente a los millonarios que se consideran hechos a sí mismos hay otros más conscientes de vivir en sociedad y de haber sido los afortunados en el reparto. Nadie se ha hecho rico por sus propios medios. El del ‘self made man’ es un mito interesado de la sociedad capitalista, urdido para fomentar esos dos puntales del sistema que son el egoísmo y la resignación. Por muchos méritos que uno pueda atribuirse, la prosperidad material es el fruto de una cadena de circunstancias en las que casi siempre las ocasiones han sido propiciadas por la ayuda de otros.
Nos hacen falta los indignados, porque sin ellos perderíamos el último dique que nos resguarda contra el tsunami de la barbarie especulativa. Pero también necesitamos gente agradecida, capaz de reconocer en su prosperidad el concurso de una infinidad de personas humildes o directamente pobres. El dueño de una boyante firma textil no sería nadie sin empleados mileuristas y clientes de clases populares. El lujo es el vértice de una pirámide sostenida en la vulgaridad de la mayoría. Sin embargo los ricos patrios consideran que deben hacer frente a las amenazas defendiendo lo suyo a capa y espada, porque no ven en los pobres más que unos pedigüeños insaciables que no dejan de reclamar prestaciones sociales. No vendría mal que nuestros ricos aprendieran la lección de la gratitud, que al fin y al cabo en eso se traduce la tan cacareada metáfora de «arrimar el hombro».