El oficio más bello del mundo
Actualizado: GuardarNo hace mucho asistimos a un curioso lance en el que dos avezadas profesionales, cada una en lo suyo, Dolores de Cospedal y Ana Pastor, estuvieron a punto de arañarse en directo sin perder la sonrisa. Este duelo no es, por sí mismo, preocupante, pero es síntoma de un mal más general, que avanza imparable y que constituye una grave amenaza para nuestro sistema político.
Posiblemente la prensa escrita, tal como hoy la conocemos, tenga los días contados en todo el mundo. Los motivos no deben buscarse solo en las innovaciones tecnológicas, como si la fuerza de una causa externa a este sector lo arrastrara fatalmente. La excusa de la revolución tecnológica no justifica, al menos en España, el decaimiento interno que acusa la prensa, porque su explicación tiene más que ver con la espiral de encanallamiento que siguen muchos medios, enfrentados en una guerra inmoral, cuyas batallas traspasaron hace tiempo los límites exigibles del honor y del respeto a la búsqueda de la verdad.
Sabemos que la verdad no fue nunca obstáculo para vender más periódicos, quién no conoce aquello de ‘no dejes que la realidad te estropee una buena noticia’. Tampoco sorprende a nadie ya la falta de escrúpulos de los grandes magnates de la comunicación: el empleo de los medios como arma es tan antiguo como su propia existencia, baste aquí recordar la figura de William Randolph Hearst, retratado por Orson Welles en ‘Ciudadano Kane’, que llegó provocar una guerra que padecimos cruel y directamente los españoles.
Pero en el caso actual español quizás existan peculiaridades. El oficio de periodista ha tenido siempre un componente torcido y picaresco, retratado con genial ironía por Willy Wilder en su película ‘Primera Plana’, y que los más antiguos del gremio siempre han llevado a gala. Pero esta mundanidad era inseparable, al menos en apariencia, de un cierto código de honor dentro de la profesión y de algunas lealtades corporativas, de manera que hasta no hace tanto, en España un periodista podía saltar sin problemas mayores de una cabecera a otra. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, da la impresión de que muchos periodistas se significan con tal virulencia a favor de una u otra postura política, que se hacen a sí mismos incompatibles para trabajar en otros medios no afines a la línea ideológica donde ejercieron antes su profesión.
Esta identificación a ultranza de los periodistas con determinadas ideas, que más que políticas son partidistas, debe considerarse una perversión del oficio. Los medios de comunicación han de esforzarse más en su independencia. No es que un periodista no pueda tener ideología, pero tenerla no significa comulgar continuamente con ruedas de molino, ni descalificar sistemáticamente las ideas o propuestas de la oposición o del gobierno. Se puede, y se debe, ser periodista sin renunciar a las ideas propias, siempre que se levanten sobre el respeto a la verdad y al rigor periodístico como valores superiores. Como decía Unamuno, la verdad no es socialista, ni individualista, ni anarquista, ni deísta, ni atea… es lo que es, y nada más.
Todos los gobiernos de la democracia, sobre todo a partir de los de Felipe González, han tenido sus periodistas de cabecera e incluso sus sabuesos de guardia, siempre dispuestos a saltar a la yugular de herejes y desafectos. Podría citar nombres, pero no hace falta, los tenemos todos en mente, los de esta etapa y los de la anterior. Sin embargo, da la impresión de que la nómina de plumas imparciales se reduce cada día, como si abocadas a tomar partido para sobrevivir, no repararan en que precisamente esa militancia es la que las despoja de sentido y credibilidad, haciéndolas prescindibles para la sociedad. Los ciudadanos queremos hechos, información veraz, investigación independiente de la agenda que dicta el poder y, en su lugar, cada vez con más frecuencia e impudor encontramos propaganda dogmática.
Para la profesión, debe considerarse patológico que los españoles sepamos de qué pié cojea la mayoría de los periodistas en activo y de los medios a los que sirven. O que, antes de leer las noticias de cada día, sepamos lo que dirá este o aquel periodista, este o aquel periódico. El grado de sectarismo de buena parte de nuestra prensa ha llegado a un punto que debería hacer saltar las alarmas y dos síntomas en particular deberían hacer reflexionar a la profesión.
El primero, y más preocupante, es la proliferación en diversos medios, e incluso en los antaño más reputados, de líneas de opinión dirigidas directamente a descalificar a los colegas que sostienen posturas ideológicas discrepantes. La propia existencia de este tipo de prácticas sin mayor escándalo es en sí misma preocupante y descorazonadora, sobre todo porque las personas son descalificadas no por «lo que dicen», sino por «dónde lo dicen».
El segundo síntoma de preocupación es la progresiva pérdida de credibilidad de la prensa española en general, lo que constituye un auténtico torpedo contra su línea de flotación. Durante el siglo XIX, la prensa fue la ventana al mundo que permitió que el súbdito se convirtiese en ciudadano. Y en el XX lo que aparecía en los medios resultaba en alguna medida investido del valioso poder de la confianza. «Lo ha dicho la radio», «ha salido en la tele», eran expresiones equivalentes a «debe ser cierto». Esta presunción, esta seguridad, se ha roto.
La indemnidad de nuestra parcela democrática en la selva del mundo depende de la prensa libre. Con razón, Camus consideraba al periodismo como «una de las más bellas profesiones del mundo». El ‘cuarto poder’ sigue siendo fundamental para nuestra convivencia, pero en un marco cada vez más competitivo por la multiplicidad de oferta informativa, necesita más que nunca recuperar su credibilidad, abandonando las trincheras del sectarismo.