Quemando banderas
Lo que sentimos algunos, quisiera creer que muchos, es pura y simplemente lástima
Actualizado: GuardarComo viene siendo habitual, la Diada de Cataluña tuvo como colofón una quema de la bandera española y del retrato del jefe del Estado. Habrá a quien reconforte ver cómo la enseña rojigualda y la efigie del monarca son pasto de las llamas. Y habrá a quien le indigne, como si fuera un sacrilegio, la quema de ambos símbolos. Pero me atrevo a suponer que no somos pocos, precisamente, los que no sentimos ni lo uno ni lo otro.
Que alguien pretenda ofenderte, a estas alturas, quemando una tela o la cara de un señor, por ilustre y representativo que sea, es algo que roza directamente la puerilidad. Algo demasiado estúpido como para darse por aludido, aparte del legítimo derecho, amparado por la Constitución, a no ser monárquico o a no profesar una idea sacralizada de la nación española (y, por tanto, de un símbolo que no es otra cosa que el que establece la ley vigente, y que bien podría cambiarse si variara el actual consenso popular sobre él). Quienes prendieron fuego a la bandera española piensan, sobre su particular fetichismo de otro trapo análogo, que eso duele como a ellos les dolería ver arder la suya. Pero no todos estamos cortados por el mismo troquel.
Lo que sentimos algunos, quisiera creer que muchos, al ver a unos encapuchados subiendo a un escenario a convertir en proeza la incineración de un fragmento textil y de otro de celulosa prensada e impresa (con notoria torpeza, dicho sea de paso, y probable autolesión), es pura y simplemente lástima. En primer lugar, por los perpetradores del acto, tan chusco y baldío, pero además, y sobre todo, por el barco que a todos nos lleva.
Es penoso, tristísimo, y todo el María Moliner no bastaría a suministrarnos sinónimos para terminar de describir lo deplorable de la situación, que un navío que flota a duras penas en la tempestad, con la quilla partida, tenga una tripulación que en vez de ocuparse, antes que nada y sin que ninguna otra cosa la distraiga, de alcanzar un puerto seguro, esté entretenida en proclamar discordias y enarbolar resentimientos. Incluso en el caso de que unas y otros tuvieran un fundamento digno de atenderse, no es éste el momento de esgrimirlo. De nada sirve tener razón cuando uno se ahoga, y menos cuando ya se ha ahogado.
Habrá alguno que piense que yendo por libre, Cataluña tendría frente al temporal mejor perspectiva que la que le espera compartiendo cubierta con los andaluces, los extremeños, los madrileños y otras gentes de mal vivir. La ignorancia es osada y lamentablemente está extendida. Pero lo que cuesta mucho creer es que los dirigentes de la sociedad catalana, en el gobierno y en la oposición, suscriban semejante desatino. Por favor, hagan un poco de pedagogía. A ver si es posible que dentro de un año a los incendiarios, si vienen, no haya nadie que les ría la gracia.