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¿Y la educación?

Lo de la pertenencia a un partido u otro se está sustituyendo por la distinción entre quienes han tenido un buen bachillerato y quienes de ello han carecido

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Uno anda ya acostumbrado a leer en los estudios europeos sobre educación que nuestro país ocupa uno de los últimos puestos en la enseñanza llamada secundaria. De igual forma, pocas de nuestras universidades resisten comparación a nivel mundial. Y en ninguno de los dos casos este triste panorama se debe a la carencia de leyes. En el sector preuniversitario, cada gobierno ha impuesto su modificación: Logse, Eso, Bachillerato, ahora Bachillerato de excelencia (¿?), etc...Y ya en la Universidad, todo empezó con la LRU, obra del PSOE, texto falto de consenso y que, sin duda, dio al traste con la Ley General de Villar Palasí y asestó un durísimo golpe a la Universidad del que todavía no se ha repuesto. Luego, Decretos tras Decretos hasta llegar a la desdichada aventura del Plan Bolonia que ha nacido moribunda. En gran parte porque no se puede cambiar de pronto y anunciando que se hace a «coste cero».

Esta penosa situación es lo que provoca alarma cuando Rubalcaba, al sintetizar su programa electoral, anuncia que no tocará el tema de la educación. A lo mejor es bueno, porque tendríamos otro plan de enseñanza que sería ya el caos. Pero para quienes, por profesión, tenemos que sufrir la actual situación, este deliberado olvido tiene poco de bueno. Y es que no se trata solamente de estudiantes mal formados.

Es peor: es que estamos consolidando una sociedad absolutamente mediocre. Hasta el punto de que, lo de pertenencia a un partido u otro, se está sustituyendo por la distinción entre quienes han tenido un buen bachillerato y quienes de ello han carecido. Permítaseme un ejemplo o anécdota. Suelo hacer cada curso una pequeña encuesta entre mis alumnos del primer curso de la carrera universitaria. Preguntas fáciles, por supuesto y de cultura general (autor de la 'Divina Comedia', citar una obra de Ortega y Gasset, algo sobre Falla o Albéniz, alguna obra de Velázquez o Goya, etc.).

Pues bien, la única respuesta correcta resultó ser el nombre de la mujer del príncipe. Sin ocultar mi ideología monárquica, este resultado no puede ser más penoso. En otra ocasión nadie sabía absolutamente nada de «un tal Unamuno» y me pidieron que escribiera el nombre en la pizarra. Naturalmente, me negué. ¡Hasta ahí no puede llegar un Catedrático de Universidad, sintiendo mucho la negativa!

La hemorragia de planes de estudio ha sembrado la confusión en ese nivel de enseñanza, sin olvidar la permanente queja de los profesorados sobre la falta de interés y la pérdida de autoridad. La «invasión democrática», con la introducción de las comunidades de padres ha ocasionado que la palabra del profesor quede siempre en la nada. Por lo demás, ningún estímulo hacia la lectura (¡nadie ha leído un libro, frente a multitud de horas ante la televisión, por cierto de nivel lamentable!). Nada de lectura. Nada de oratoria. Muy poco de otros idiomas, salvo, claro está, el propio de tal o cual comunidad autónoma. Nada de la enseñanza de la política nacional o internacional (¿Qué es la ONU, qué es la UNESCO, qué es la OTAN?). Nada de arte. Nada de música.

Y no es por falta de centros. Como, después, tampoco es por falta de Universidad. Durante estos años el número de centros universitarios se ha multiplicado. Por presiones políticas locales. A veces, con algunas de ellas que han tenido que cerrarse luego por falta de alumnos. O con más profesores que alumnos. Ha pasado algo similar a las demandas de AVE o de aeropuertos: ¡todas las ciudades reclaman uno! Y luego, a buscar viajeros. En nuestro país nadie se conforma con no tener lo que tiene el vecino. Sin más.

Con este resumido panorama, es imposible entender que se anuncie que no se va a hacer nada. Que se va a continuar con este caos y esta mediocridad en el terreno de la educación. Que no es un tema baladí. Salvo, naturalmente, que lo que políticamente se desea sea una juventud y una sociedad que no piense. Si así fuera, bastante en el aire anda nuestra democracia. Alguna razón tenía Aristóteles.