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Tribuna

La reforma constitucional: Una decisión europea

JOSÉ JOAQUÍN FERNÁNDEZ ALLES
PROFESOR TITULAR DE DERECHO CONSTITUCIONAL UNIVERSIDAD DE CÁDIZActualizado:

La segunda reforma de la Constitución de 1978 ha sido calificada de disparate jurídico y político (Blanco Valdés), de reforma chapucera pero necesaria (Jorge de Esteban) y de ser la constitucionalización de una situación de emergencia económica (Pérez Royo). El propio presidente de la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados, Alfonso Guerra, declaró no entender por qué tantas prisas en su tramitación; la diputada Rosa Díez ha asegurado en sede parlamentaria que con su aprobación los partidos mayoritarios (PSOE y PP) han expropiado la Constitución y la democracia; y muchas voces autorizadas han reclamado la celebración de un referéndum popular que la Constitución no exige para este supuesto y que tampoco ha sido solicitada por quienes tienen legitimación jurídica para pedirla, esto es, una décima parte de los diputados o de los senadores. Entre los defensores de la reforma, además del Presidente del Gobierno, podemos citar al ponente de la Constitución Peces-Barba, que la considera razonable, o el candidato a la Presidencia del Gobierno, Mariano Rajoy, quien ya la planteó en 2010 y la valora de forma muy positiva.

Legitimada por una mayoría parlamentaria numéricamente similar a la que aprobó la Carta Magna en 1978, la reforma merece tres reflexiones sobre la dimensión europea de la decisión que lleva implícita.

En primer lugar, debemos destacar que, si bien la reforma está destinada de forma inmediata a recuperar la confianza en nuestro sistema económico y reducir riesgos sobre el sistema monetario europeo (euro), en el fondo supone la constitucionalización de una nueva pérdida de soberanía que ha de entenderse como un avance previsible del proceso de integración europea.

En segundo lugar, aunque esta pérdida de soberanía fuera previsible a medio o largo plazo, pues se trata de una consecuencia de la unión y económica monetaria en una situación de crisis de la deuda soberana y en un contexto global altamente competitivo (Estados Unidos, China.), sin embargo, se podría haber evitado la imagen de precipitación y urgencia que ha rodeado la reforma. Ante los desequilibrios de gastos e ingresos durante los ejercicios 2009, 2010 y 2011, ha habido una falta de previsión del Estado, de las Comunidades Autónomas y de los entes locales, cuyas Administraciones Públicas ingresan ya 40.000 millones menos de su coste de funcionamiento y soportan además 27.000 millones de intereses de la deuda. Una respuesta más rápida podría haber disminuido tanto la cuantía del déficit como de la deuda.

Y, en tercer lugar, aunque la decisión política europea que ha provocado la reforma está vinculada a acuerdos del Banco Central Europeo, formalmente no ha sido consecuencia de la aplicación de un Tratado o de la normativa de las instituciones de la Unión Europea, ni siquiera de otros supuestos de expansión, extensión o absorción de poderes comunitarios que no necesitan el consentimiento de los Estados. En síntesis, como consecuencia de la urgencia y de la parálisis institucional que aqueja a la Unión Europea, se optó por una decisión política poco ortodoxa que ni es unánime entre los socios comunitarios, ni ha adoptado una forma jurídica, ni ha estado exenta de polémica en los países que la han patrocinado. Incluso Francia y Alemania llegaron a proponer, en una carta formal enviada al presidente de la Unión Europea (Van Rompuy), la suspensión de los fondos estructurales a los países de la eurozona que no se ajustaran a las recomendaciones para reducir los déficits excesivos.

Dos conclusiones podemos extraer de todo ello. En primer lugar, que esta inevitable pérdida de soberanía inherente a la reforma constitucional nos recuerda una tarea pendiente de la sociedad española: la necesidad de europeizar -pensar, criticar y actuar en clave europea- toda nuestra vida pública -nuestros partidos políticos, nuestros sindicatos, nuestro sistema de opinión pública., en definitiva, nuestra democracia- si queremos tener alguna opción de controlar a los poderes de la Unión Europea y de participar en las decisiones que, paulatinamente y como es propio de las naciones que han querido ser sociedades abiertas e integradas, están escapando irreversiblemente del ámbito de nuestro poder soberano.

Y, en segundo lugar, que ante la necesidad de decidir quién va a sufrir y de qué modo los sacrificios presupuestarios que han de adoptarse en los próximos años, la sociedad española debe preservar en un Pacto de Estado los derechos de los más desfavorecidos (discapacitados, mayores, sectores vulnerables) y, al mismo tiempo, acometer de una vez las ansiadas reformas que llevan durmiendo el sueño de los justos desde hace 33 años: un sistema fiscal progresivo que sea exigente con quienes encuentran vericuetos para no tributar por todos sus ingresos y actividades reales; un empleo público igualitario que retribuya por objetivos y sin tan inaceptables diferencias salariales entre Administraciones Públicas (sobre todo, los entes locales); una reforma del sistema educativo que prime el esfuerzo y el espíritu de superación; una reforma laboral que promocione a los trabajadores que demuestren interés por su formación, compromiso social y disposición para la movilidad; y, ante todo, una regeneración profunda del sistema de partidos políticos y una despolitización total de las instancias jurisdiccionales, económicas y financieras.