los lugares marcados

La mayor odisea

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Ninguna odisea puede equipararse con el retorno al cuerpo amado. Cuando nos aproximamos a él sentimos la huida de la muerte. Una vez llegados, somos inmortales». El pensamiento es del escritor y filósofo Rafael Argullol y lo podemos leer en un libro iluminador que les recomiendo para este final de verano: El cazador de instantes:

La odisea de Ulises, esos veinte años de peregrinación aventurera por un mundo habitado de dioses, semidioses, monstruos y hechiceras ha fascinado, sorprendido y conmovido a millones de lectores desde que fuera escrita. La desconcertantemente larga duración del viaje choca con la perseverancia del héroe por llegar a su patria, a la isla de Ítaca (apenas un islote pedregoso y árido, «bueno para las cabras»). Casi todos sabemos de la atracción de la tierra o el terruño, de los tintes idílicos que cobra el pueblo propio, la aldea natal, cuando se está lejos. A pesar de eso, asombra el obstinado empeño de Ulises, su desdén por las ‘distracciones’ que encuentra en el camino: por la eterna juventud de la ninfa Calipso, por los cabellos rizados de la maga Circe, por los hermosos brazos de la princesa Nausicaa...

Las frases de Rafael Argullol articulan con nitidez una sospecha que yo albergaba: a Ulises debía de importarle menos su reino que su reina. Si huía de los encantamientos de los dioses y de los encantos de las doncellas, era sobre todo porque huía hacia Penélope. ¿Quién sabe qué sortilegio no declarado guardaban las carnes de la esposa? ¿Quién sabe qué poder superior al de las divinidades se encerraba en los ojos de la fiel amada? Ninguna odisea, ninguna aventura, ninguna travesía es comparable a la que lleva de regreso al cuerpo amado. Ninguna es tan peligrosa. Pero ninguna reserva un premio más sabroso.