Nueva York desafía al huracán 'Irene'
La ciudad vivió su primera evacuación forzosa ante la alarma desatada por la llegada del ciclón
NUEVA YORK.Actualizado:Había algo siniestro en eso de que la Gran Manzana sufriera en la misma semana un teremoto y un huracán días antes de que se cumplan diez años de los terribles atentado del 11-S. Era como si la naturaleza anticipase con rabia el recuerdo de esas 3.000 muertes que cambiaron el mundo, pero si los terroristas planeaban conmemorar su terrible hazaña, como teme el Gobierno de EE UU, en estos días lo van a tener difícil.
El presidente Barack Obama estaba de comandante en jefe frente al organismo de emergencias. El Ejército, en máxima alerta. Las aerolíneas habían cancelado más de 8.300 vuelos previstos para este fin de semana entre Massachusetts y Carolina del Norte y los principales aeropuertos cerraron por completo, empezando por el John Fitzgerald Kennedy. Millones de personas se quedaron varadas, incluyendo muchas cuyos vuelos ni siquiera pasaban por la costa oeste de EE UU, pero que dependían de los aparatos aparcados en esos aeropuertos.
A mediodía de ayer el Ayuntamiento de Nueva York interrumpió el servicio de todo el transporte público, como hizo también la compañía ferroviaria Amtrak, y las autoridades anunciaron que cerraría todos los túneles y puentes de Manhattan en cuanto los vientos pasaran de los 60 millas por hora. Irene, el gigantesco ciclón de casi 1.400 kilómetros de ancho, empujaba ayer vientos de hasta 140 kilómetros por hora que lo convertían en un modesto huracán de categoría 1.
Los meteorólogos suplicaban no subestimarlo porque el gigantesco diámetro del fenómeno multiplica sustancialmente su peligrosidad y la torrencial descarga de agua. Solo a su paso por Carolina del Norte, donde se convirtió en el primer huracán de los últimos tres años que toca tierra en Estados Unidos, Irene había dejado a 400.000 personas sin electricidad y cuatro fallecidos. Atrás, en el Caribe, quedaba más de 1.100 millones de dólares (750 millones de euros) en daños.
En Nueva York, Michael Bloomberg no estaba dispuesto a cometer el error de subestimar a la dama de la naturaleza. En Navidad el alcalde fue muy criticado por no preparar la ciudad adecuadamente para la gran nevada que dejó a sus habitantes varados durante tres días, por haber implementado recortes económicos que le impidieron responder a la emergencia. Esta vez Bloomberg puede pecar lo contrario.
Tiendas y museos cerrados
Más de 370.000 personas que viven en las áreas costeras de Manhattan, Brooklyn y Queens clasificadas como Zona A habían recibido la orden de abandonar sus hogares y buscar refugio en casa de amigos y familiares o ser trasladados a albergues públicos, mientras que el resto recibía severas advertencias de quedarse en casa con las ventanas aseguradas y el equipo de emergencia preparado.
En Long Island la cifra ascendía a más de 400.000. Desde el 11-S los neoyorquinos no habían visto las calles tan desiertas, pero si entonces el ambiente de funeral ensombrecía a los que desafiaban el miedo, ayer predominaba cierto aire jocoso, no exento de preocupación por la incertidumbre que cundía.
En la ciudad que nunca duerme, la mayoría de los comercios y museos había decidido no abrir, ante la incapacidad de facilitar transporte público a sus empleados y la humanidad de que pudieran prepararse para la tormenta. Y mientras algunos apuntalaban los ventanales con tablones de madera, otros se burlaban del miedo tomando el brunch en una terraza, como hicieran los últimos de Nueva Orleans incluso después de que el Katrina inundase la ciudad en 2005.
«Nosotros nos vamos a hacer footing», decía una pareja en pantalón corto e impermeable que salía hacia la Avenida D, donde los autobuses evacuaban a los habitantes de esas viviendas de protección oficial. «Si vamos a tener que estar encerrados en casa tres días mejor estirar las piernas mientras podemos», se justificaban.
Estos al menos eran de los que se habían tomado en serio la advertencia del alcalde, que había aceptado pasar a la historia como el primero que ordena la evacuación forzosa de parte de la ciudad. Otros, como Janet Ortega, de 51 años, hacían las últimas compras con un paraguas del que todavía colgaba la etiqueta. «Yo pongo las noticias y veo cómo el huracán se va debilitando. Si los reporteros están ahí fuera contándolo y no se los lleva el viento, ¿por qué no puedo yo estar en mi casa? A mí no me dicen mis tripas que esto vaya a ser tan gordo». Y como ella, la mayoría de sus vecinos, porque de los más de 20.000 habitantes de la Avenida D, a las doce del mediodía solo 58 habían aceptado la invitación en autobús hacia el albergue que les ofreció la ciudad.
Con todo y tantas advertencias, Ortega y su familia no podían por menos que tener un plan B previsto, por irracional que este resultara. «Tengo el coche aparcado ahí debajo. Cuando estallen las ventanas de casa nos montamos y nos vamos», dijo con tranquilidad.