Un robo seguro
La llave estaba puesta, era verdad. Pero pensé que, al acercar la mano a la vitrina, se dispararía alguna alarma. Y no
Actualizado: GuardarLa llave estaba puesta, era verdad. Pero pensé que, al acercar la mano a la vitrina, se dispararía alguna alarma. Y no. Después, cuando lo eché en la mochila y enfilé hacia la salida, estaba segura de que un ejército de seguratas me saldría al paso.
A veces, mi trabajo era extraño: la compañía de seguros me contrataba para poner a prueba las medidas de seguridad que protegen determinados objetos valiosos y, después, hacer el informe pericial correspondiente que serviría para cuantificar el importe de la póliza.
Levanté la mano y avisé a un taxi. Quince minutos después, estaba en el bar de mi hotel, tomando una cerveza helada. Esperando.
Pero no pasó nada.
Nadie vino. Nadie llamó.
Entonces lo tuve claro: por alguna razón, era a mí a quien estaban poniendo a prueba. ¿Intentaban comprobar si había perdido mis reflejos y mi habilidad o sería alguna otra cosa?
Guardé la mochila en la caja fuerte de la habitación del hotel y salí a dar una vuelta por las animadas calles de la ciudad. No tenía prisa. Ni nada que hacer. Entré en un restaurante y me agasajé con una buena mariscada, excelentemente regada con una botella de Albariño helado.
El teléfono seguía sin sonar. Cada poco rato comprobaba mi correo electrónico en la BlackBerry, pero no entraba mensaje alguno. Estaba claro que se trataba de algún tipo de examen, pero no lo entendía. ¿A santo de qué me habían mandado a aquel lugar, a comprobar la seguridad de aquella vitrina, cuando no había seguridad alguna que comprobar? Y justo el día antes de comenzar mis vacaciones.
A primera hora de la mañana, por fin, recibí el correo electrónico de mi jefe, tan simpático como siempre: «Estoy esperando tu informe. Siempre eres la última en reportar. Quiero irme de fin de semana dejando todos los expedientes cerrados. Manda la ficha y disfruta de tus vacaciones».
Me lo tomé con calma y hasta después de desayunar no rellené el informe estándar para las operaciones sin nada que destacar. Lo mandé por correo electrónico, preparé el equipaje, liquidé la cuenta de la habitación y salí por patas, en el coche de alquiler. Si pensaban que iba a entrar en su juego, estaban muy equivocados. Ya tendría tiempo, a la vuelta de vacaciones, de cantarle las cuarenta a quién correspondiera.
Al llegar a Madrid, no tuve ni que pasar por casa. Llevaba el equipaje preparado, en el maletero del coche de alquiler. Tras devolverlo, me dirigí a la T4, para volar a Río de Janeiro y, después, continuar hasta Salvador de Bahía.
¡Insoportables, los trámites del aeropuerto!
– Por favor, haga el favor de abrir su equipaje.
Aunque estaba muy cansada, agradecí la amabilidad y cortesía de aquel funcionario.
–¿No le parece que este cortauñas es un poco demasiado grande y aparatoso para llevarlo en el equipaje de mano?
– Pues...
– Pues sí. Sintiéndolo mucho, se queda aquí. Pero, si no le importa, me gustaría echar un vistazo a ese libro que lleva usted tan bien envuelto.
Era lo malo de los vuelos de madrugada: no había prácticamente nadie en las colas y los policías se aburrían sobremanera.
– ¿Éste?
– Sí. Ése. ¿Qué tipo de libro es?
– Pues se trata de una reproducción del famoso Código Calixtino, posiblemente uno de los manuscritos más famosos del mundo y cuyo original está depositado en la Catedral de Santiago de Compostela.
– ¿Una reproducción? Pues sí que está bien hecha. Parece tan antigua...
– Pues la verdad que sí. Pero, créame, si éste fuera el auténtico Código Calixtino, estaríamos ante un tesoro de valor incalculable, un tesoro que, si le digo la verdad, no tiene precio.
– ¿Un libro que no tiene precio?
– El Calixtino no es un libro. Es una joya. Es una parte del Patrimonio de la Humanidad de cuya posesión más orgullosos podemos sentirnos los españoles.
– Bueno, pues nada. Que tenga usted buen viaje y que disfrute de su libro.
Pensándolo bien, no le faltaba razón a aquel policía. No es que yo fuera una especialista en libros antiguos, pero aquella reproducción estaba muy bien rematada…
Pensé que ya tendría tiempo de mirarla más despacio en el propio avión, que bastante poco caso le había hecho hasta el momento a aquel manuscrito. Me dirigí a una de las cafeterías que permanecían abiertas las veinticuatro horas. Con suerte, antes de embarcar abrirían el Relay y podría comprar la prensa del día… y alguna buena novela negra y criminal con la que entretener el tiempo, que el vuelo era largo. Y el Códice, por bonito que fuera, tampoco prometía una lectura especialmente apasionante, la verdad.