El capitán sentado
En aquella extraña silla, Castro ofrecía un aspecto de bucanero en horas bajas, con el pecho al aire, velludo y estriado como un mástil sin lijar
Actualizado: GuardarEn aquella extraña silla, Castro ofrecía un aspecto de bucanero en horas bajas, con el pecho al aire, velludo y estriado como un mástil sin lijar. Con la mano a modo de visera me reconoció nada más apagar el motor del coche. «Has crecido», me dijo. «No lo suficiente», le repliqué subiendo la ventanilla del copiloto. El graznido de las gaviotas alargaron los segundos que tardé en llegar a su lado. Quieto, impávido, con la mirada fija en el plomo danzando sobre el mar, Castro vivía a la espera del mordisco de algún chaparrudo, una sula o algún jargüeto despistado.
Me quité los zapatos y me senté a su lado. Hacía calor, todo estaba en calma, olía a humedad, a sal, a vísceras. Castro metió la mano en un caldero que tenía pegado a su pierna derecha y cogió una gusana negra tan larga como un cuchillo. Le quitó la cabeza y le atravesó el cuerpo con la punta del anzuelo hasta que quedó amoldada a la forma curva del brillante gancho. A su izquierda había otro caldero de plástico. Tenía manchas de tinta de cachón o pulpo que parecían ser muy viejas. «Aquí no se pescan ni algas», dijo con la mano pringosa. Y sin limpiarse volvió a lanzar la caña. Ambos nos quedamos mirando el plomo bambolearse sobre el agua estanca del muelle. «Es hora de irse», le dije, pero él pareció no inmutarse, desplegó la segunda caña y comenzó a desenroscar el hilo de nylon con sus dedos gordos y ásperos.
«Ahí está, es tuyo», balbuceó con el anzuelo entre los labios. En el último de los atraques de la dársena casi desierta yacía aburrido el ‘Ouessant’, con su imponente bulbo de proa rojo. Hace más de cuarenta años me colé en aquel buque pesquero que ahora envejecía amarrado a puerto. Fui un polizón con dientes de leche, escurridizo e invisible, hasta que las manos de Mateo, el cocinero, me sacaron de detrás de los camastros del camarote. El escondrijo era infalible si no hubiera sido por la riada de vómito que descubrió mi presencia. Por ganas, los quince marineros me hubieran echado por la borda si no hubiera sido por el bueno de Castro, el capitán. Aprendí el oficio hasta que no supe diferenciar entre la brea y las tripas de los besugos. En ese barco mis manos se llenaron de llagas, mi voz de insultos y mi cuerpo de cicatrices. Asombrosamente sobreviví a varios hachazos provocados por las aletas de los atunes y a una tormenta que dejó inutilizados todos los sistemas de navegación. El ‘Ouessant’ fue mi casa, mi escuela, y ahí estaba ahora, frente a nosotros, con todo su poderío anclado.
Los plomos de las cañas parecían hundirse, pero solo eran pequeños mordiscos que los peces le daban a la gusana hasta dejar limpio el anzuelo. Castro recogía carrete, y lo miraba de cerca hasta verse reflejado. Nuevamente volvía a enroscar la gusana y lo lanzaba lo más lejos posible de sí mismo, con violencia, como queriendo llegar a alta mar con su brazo. Hacía allí miraba siempre desde el incidente, más allá de los diques y los norays oxidados donde ahora un pantalán protegía a los barcos de recreo. Castro miraba siempre más allá de las ruinas de la lonja. Entre aquel montón de piedras aún podía oírse el ruido de las cajas llenas de pescado al caer, el zumbido de la máquina de hielo, las subastas, las furgonetas entrando y saliendo con el género recién pescado, los cigarrillos liados con escamas en las manos… Que Castro decidiera que aquel seguiría siendo su puerto fue algo que a ninguno de nosotros nos sorprendió, pero sí a los operarios montados en ruidosas máquinas que tenían que derribar el edificio donde cientos de barcos depositaban sus capturas. Allí les esperó Castro, atado a la columna central de la lonja donde colgaba la pizarra en la que se escribía con tiza el precio del bocarte y los maganos.
Sentado en el muelle, con los pies descalzos sobre el mar, podía recordar mi empeño en acompañar al capitán del ‘Ouessant’ en su cruzada. «Solo eres un crío, lárgate y hazte un hombre de provecho» me dijo cuando terminó de enroscar un grueso cabo alrededor de su cuerpo. «He crecido», le grité indignado. «No lo suficiente», y cruzó los brazos sobre el nudo que le impedía moverse a la espera del final. Muchos otros capitanes y marineros le siguieron en su hazaña. Se ataron a postes, pilares y columnas con el fin de frenar la demolición, pero todos sucumbieron, incluso Castro, que se llevó la peor parte. Solo escuché el primer golpe que la gigantesca grúa le lanzó a uno de los pilares de la nave central de la lonja. Aquel bastó para derrumbarla y dejar sentado para siempre al capitán. El resto de golpes los imaginé encogido en el asiento de atrás de un coche de Policía que con las luces apagadas me llevó a un orfanato. El resto de la tripulación se desperdigó con el petate a la espalda y la determinación en la frente.
Supongo que me hice un hombre de provecho, o así al menos lo debió entender Castro cuando escribí su historia en el periódico. «Hace mucho tiempo que dejé de ser capitán», me dijo cuando llamó a la redacción. Unos días después fui a verle: su cuerpo seguía atado a aquel puerto paralizado, mutilado, silencioso.
Pasé la noche entera con Castro, sentado en el suelo del muelle con los pies colgando, inertes, vigilando los punteros luminosos de las cañas en la oscuridad del mar. Cuando entraron las primeras luces del día nuestro reencuentro tocó su fin. Allí le dejé, sentado al borde de lo que un día fue nuestro puerto, ensartando gusanas mientras yo soltaba amarras. Ésa fue la última vez que le vi. Tenía su única mano colocada a mono de visera para ver al ‘Ouessant’ navegar, de nuevo, rumbo a alta mar. Le lancé un último adiós desde la cabina de mando mientras sujetaba su timón. «Adiós capitán», le dije rozándome la frente con la punta de los dedos. Creo que sonreía.