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El último asalto

Manuel Alcántara
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Cuando las prolongables dictaduras caen el eco del derrumbamiento suele preceder al batacazo. Lo de Gadafi se estaba viendo venir aunque él no viera claro el momento de irse. Ahora los llamados «rebeldes» han roto el anillo defensivo de Trípoli y están a menos de diez kilómetros de la ciudad o quizá ya dentro de ella, mientras leemos las últimas noticias. Parece que ha muerto uno de sus muchos hijos, Saif al Islam. La aviación de la OTAN no tiene manías, ni distingue entre allegados y parientes, ya que todos son hermanos de sangre derramada. Unas 1.300 personas se han ido a ver a Alá durante el último asalto y hay que preguntarse no sólo dónde están los amigos de Muamar el Gadafi, sino sus cómplices. Todos halagaban al arrogante líder cuando su indumentaria era muy parecida a la de los porteros de los cines de los años cincuenta. Si no le llevaron bajo palio a las mezquitas fue por no chafarle el turbante.

La Liga Árabe está pidiendo a voces la salida del dictador, pero los que están en un grito son los libios. Es cierto que las dictaduras suelen tener mejor entrada que salida, ya que en situaciones de caos se deposita en ellas cualquier esperanza de mejoría. Al final o a mitad de trayecto todo el mundo se da cuenta de que no puede ser bueno un régimen donde la gente tenga miedo a una persona y esa persona le tenga miedo a la gente. Las estatuas de Gadafi van a durar solo en vida de su modelo. No quedará ni una cuando se vaya y ya está buscando alojamiento.

Será un huésped bien recibido porque está bien de dinero. Los tiranos exiliados han tenido una doble suerte: además de conservar la vida conservan la memoria. Suelen escribir un libro relatando sus logros y la ingratitud de quienes no los reconocieron y establecen su vivienda en barrios suntuosos. Ese será el futuro de Gadafi, si es que no lo capturan los rebeldes y le mandan al otro barrio.