Pasamanería y mucho tedio
La terna se va de vacío de la plaza Real ante la descastada e inválida corrida presentada por Albarreal
EL PUERTO Actualizado: GuardarEn cumplimiento a una extraña exigencia del vigente pliego de condiciones, la terna de matadores, sus correspondientes cuadrillas y hasta mulilleros y areneros, irrumpieron en el ruedo ataviados con finas pasamanerías de época dieciochesca. Porque se trataba dela ya tradicional corrida goyesca, esa que pretende representar a los actuantes de la manera en que los dejara plasmados en sus cuadros el genial pintor de Fuendetodos. Fina vestimenta, de esmerados y prolijos aderezos, con redecilla y todo, que provocaba cierto aire de hilaridad en los tendidos al observar la desgarbada apariencia del cuerpo de areneros y su heterogénea uniformidad en los calzados.
Lástima que tan conseguida y anacrónica estampa no tuviera correspondencia con la ofrecida por los toros. Ninguno de ellos fue goyesco, ninguno poseyó la agresividad, la casta ni el poder de aquellos terribles ejemplares que sembraran los ruedos de pavor durante las últimas décadas del siglo XVIII y primeros del XIX. Todo lo contrario, los ejemplares lidiados ofrecieron la peor versión de las ganaderías contemporáneas: nulidad de raza, de fuerzas y de interés. Pero muy nobles, que es cualidad imprescindible en la tauromaquia de hogaño. Aunque, más bien, la versión contemplada ayer consistió en una parodia de la verdadera tauromaquia, en la que, lo que debería constituir una recia lid entre un hombre y un fiero animal, se convierte en un tedioso proceder entre un torero, solemne y ceremonioso, y un toro, dócil y bobo, carente de los atributos que definen a su raza.
Abrió plaza un castaño listón, de tan pocas fuerzas, que sólo se le señaló el puyazo. Episodio que se repetiría en las seis reses lidiadas, por lo que la suerte de varas, una vez más, constituyó una suerte simulada. A su palmaria ausencia de casta y a una desesperante sosería, este primer ejemplar añadió el incómodo aspecto de tirar la cabeza por las nubes a la salida de los muletazos. Ponce merodeó por su derredor, donde esbozó una multitud de medios pases carentes de armonía y de ligazón. A medida que avanzaba el trasteo, la acometida del toro se volvía más corta y pegajosa, por lo que al valenciano no le cupo más opción que abreviar y empuñar raudo la espada. Evidentes problemas de tracción evidenció el cuarto de la suelta , a lo largo de un prolongado primer tercio, compuesto por múltiples capotazos. Concluido este trámite, Ponce presentaba una y otra vez la franela y el toro amagaba la embestida. A veces se arrancaba, pero su trayectoria moría al poco de iniciarse. Circunstancia que motivó la ira del público y obligó al torero a volver a tomar con premura el acero toricida.
Salpicaron esporádicos detalles de cadencia y clase capotera por parte de Sebastián Castella, por verónicas en su primer enemigo y por delantales en el segundo. Pero ambos carecieron del fuelle necesario para poder rematar una serie de lances cuajados. El segundo de la tarde ya se había desmoronado por el albero durante el tercio de banderillas, por lo que los ceñidos pases cambiados con los que inició el francés el trasteo, no pudieron tener continuidad. En cuanto bajó un poco la mano, el animal se desplomó. Dentro de una tarde aciaga, el quinto toro de la tarde batió el récord de invalidez. Su primera caída se produjo en el momento de traspasar el umbral de la puerta de chiqueros. Y el público que ya estaba escarmentado, obligó a la presidencia a proceder a su devolución. No mejorarían mucho las cosas con el sobrero, si bien, el escaso recorrido que presentó fue aprovechado por Castella para intentar armar faena durante varios minutos. Hasta que el astado se rajó definitivamente y dejó de embestir.
Algunos pases que Talavante instrumentó al sexto derramaron cierto atisbo de plasticidad y garbo, pero la falta de recorrido y celo del animal convirtió tales pasajes en efímero oasis dentro de un desierto de tedio. El resto de su labor, tanto en este como en el tercero, consistió en el plúmbeo merodear de una res por las inmediaciones de la figura erguida de un torero y del dinamismo carmesí de una franela que se obstinaba en no perseguir.