Policías
La porra ya no es suficiente. El miedo a las autoridades se ha perdido en la sociedad democrática actual
Actualizado: GuardarEn su última y excelente novela, ‘La carte et le territoire’ (premio Goncourt 2010, de inminente publicación en castellano), el siempre incorrecto Michel Houellebecq desliza una de esas afirmaciones antipáticas que la realidad confirma con contundencia: «La peur du gendarme est décidément la vraie base de la societé humaine». El miedo al gendarme, como han descubierto en los últimos días miles de ciudadanos británicos, es en último extremo lo que impide que las comunidades humanas se conviertan en junglas inhabitables a merced de sus miembros más desprovistos de modales y escrúpulos.
Mientras contempla el paisaje después de la batalla, al gobierno de David Cameron le toca afrontar el nada sencillo deber de dilucidar por qué tantos de sus ciudadanos estaban dispuestos a arrasar sus barrios a la menor señal de descontrol por parte de las autoridades. Y, desde luego, no es con la porra policial como se resuelve el meollo de ese problema. Pero aun en un mundo ideal, en el que los gestores de la cosa pública desempeñaran de forma óptima sus responsabilidades, surgirían individuos dispuestos a devastarlo todo, siempre que la tropelía les saliera gratis. Tómese el ejemplo de esa adolescente acomodada, con mansión en la campiña inglesa, que se unió a los vándalos para hacerse con la pantalla de plasma que sus padres podrían haberle comprado sin pestañear. «Era divertido», dijo.
En los últimos tiempos, la Policía se ha visto despojada de buena parte del respeto que solía inspirar. Dirigida con deplorable frecuencia por políticos más dispuestos a coquetear con los alborotadores que a meterlos en vereda, y expuesta, al menor descuido, a una dureza judicial que no sufren delincuentes cuya presunción de inocencia prevalece una y otra vez, ve gravemente comprometido el ejercicio de su función. En ese contexto, no es de extrañar la delirante ocurrencia que hace poco tuvieron dos sedicentes ‘indignadas’ que, tras ser detenidas, creyeron que solventarían sus problemas acusando a los policías que las habían llevado a la comisaría (entre los que había una mujer) de haberlas violado en el furgón policial.
Los policías de la sociedad democrática, hora es ya de decirlo alto y claro, no tienen nada que ver con los esbirros del poder autoritario. Aplican leyes aprobadas por parlamentos y están sometidos a un estado de derecho que les obliga a respetar derechos y libertades fundamentales. Ya está bien de confundirlos, atolondrada o interesadamente, con los perros de presa que no son. Ese discurso, inmaduro y adolescente, ya hace tiempo que huele a rancio. Si un policía se excede, está la ley para corregirlo. Pero no podemos prescindir de ellos. Cuando faltan, se acaba con la ciudad ardiendo. Lo hemos visto. Y no es una broma.