los lugares marcados

Infancia salvaje

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

No hay nada de malo en mostrar el lado salvaje de uno mismo. No me refiero a lo violento, lo cruel y lo dañino, que eso nos sale espontáneamente y más a menudo de lo que sería deseable; me refiero a esa faceta que todos poseemos, o poseímos alguna vez, y que cae del lado del instinto, de lo natural y lo impulsivo.

Los niños son, hasta que los modificamos para que encajen en la sociedad moderna, salvajes. Sus normas se acercan a las de la naturaleza: son reglas emanadas tanto del instinto de supervivencia como del instinto de la felicidad. El primero sigue moviéndonos a los adultos, aunque lo dulcifiquemos con expresiones eufemísticas y lo cubramos con disfraces contemporáneos. El segundo, el del disfrute y la felicidad, solemos perderlo con la primera infancia, y sólo en algunos momentos clave del enamoramiento o del éxtasis volvemos a vislumbrarlo.

Es un ejercicio saludable mirar a los niños en el verano, jugando seriamente («no hay nada más serio que un niño jugando», decía Julio Cortázar) o bañándose horas y horas en la playa. Se dedican por completo a agarrar la parte feliz de la existencia. No nos confundamos: esa seriedad del juego no es tristeza ni gravedad, sino concentración. Los niños saben de la importancia del gozo. Saben que la risa les salva, que son los gestos de la alegría los que les mantienen en el paraíso, como pequeños ángeles montunos e inmaculados. Por eso no hay que molestarlos cuando juegan. Más bien deberíamos aprender de sus maneras, sacar provecho de esa pre-inteligencia que les conduce sin fallo a través de la felicidad. Deberíamos dejarnos ganar por ese lado salvaje, risueño y esencialmente humano de los niños. Yo, si ellos me admiten, me voy a la playa a jugar con ellos.