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RElatos de verano

Privilegiados

Antes de salir de casa se dan un beso. Él revolotea con una mano su melena, y ella le devuelve el gesto

MARIA JOSÉ BENITO SAORÍN
MURCIAActualizado:

Antes de salir de casa se dan un beso. Él revolotea con una mano su melena, y ella le devuelve el gesto con un suave desaliño en su camiseta. A pesar de su éxito profesional, son conscientes de la terrible situación laboral que viven quienes les rodean. La semana pasada despidieron a una cuñada, y hoy mismo han recibido las llamadas desesperadas de dos amigos que han echado de la fábrica. Anoche, en la cena, mientras acababan una botella de vino y un trozo de tarta, se preguntaron si podían hacer algo por ellos.

Deciden ayudar a su gente a buscar trabajo. Se reúnen todos en casa y repasan los currículum. Han comprado una impresora láser en color para la ocasión. Para ahorrarles el gasto, imprimen ellos mismos infinitas copias. Se quedan despiertos hasta altas horas de la madrugada, hacen simulacros de entrevistas de selección. Y les dan ánimos. Siempre tienen una palabra de consuelo y cuando se marchan, los despiden con un sentido abrazo.

Casi imperceptiblemente, los amigos comienzan a mostrarse huidizos. Lo peor es que han descubierto que hacen planes sin ellos. Aún así, les encargan trabajos sencillos. La compra, o cambiar una cremallera de la cazadora. Si no tienen nada que justifique la entrega de pequeñas cantidades de dinero, ellos mismos rompen cosas de la casa, desordenan facturas, introducen errores aquí y allá en la contabilidad familiar. Hacen todo lo que pueden. Ya no hablan del trabajo. Prefieren evitar esa especie de incomodidad fatigosa. Si sale el tema, desvían la atención, hablan de una película en la tele o de la nueva ruta del autobús urbano.

Los vecinos los observan por la mirilla. Por eso, cuando van a trabajar disimulan. Parece que les tengan manía. Ellos fingen que van a otro sitio. A veces, ella coge unos libros y simula que va a la biblioteca; él sale con un periódico atrasado doblado por la página de empleo. Los vecinos empiezan a pensar que se han quedado sin trabajo. Para mantener esa imagen, ya no renuevan su vestuario. Y si ella no ha podido evitar la tentación de comprar unas sandalias preciosas que ha visto mientras daba un paseo por el centro, le pide a la dependienta que las guarde en una bolsa de plástico cualquiera, no vaya a ser que alguna amiga parada la sorprenda por la calle con ese paquetito tan elegante que preparan en esta zapatería de moda. A veces, cuando llega a casa, después de una dura jornada de trabajo, se las pone un rato. Le gustaría darse una vuelta por la calle, pero prefiere no arriesgarse. Aún así, ese paseo con las sandalias nuevas entre el dormitorio y el comedor, hace que se le salten las lágrimas. Se siente tan afortunada. En seguida se las quita y las guarda, no sea que la vecina del primero la pille con ellas.

Él comienza a salir hacia el trabajo en chándal. En una mochila guarda el traje y una camisa. Ha aprendido a doblarlos para que no se arruguen. En una cafetería se toma un café y se cambia. Por la tarde, a la hora de regresar, merienda en el bar, se quita el traje y vuelve a casa con el pantalón del chándal y una camiseta de propaganda de una inmobiliaria. Ella ha dejado de ir a la peluquería, y él comienza a salir sin afeitar. Sustituyen en su compra el jamón por el chóped, la leche de soja por una marca de leche desnatada barata. Los amigos han empezado a prestarles su apoyo. Los invitan a cenar y les ayudan a rehacer el currículum. Ensayan entrevistas de trabajo, y cuando se marchan de casa, los despiden con un abrazo.

Como algunos son muy perspicaces y podrían descubrir el engaño, dejan de pagar unos recibos. En poco tiempo, la compañía eléctrica les corta la luz, y el banco les envía, en una carta certificada, el primer aviso para la expropiación de la casa. Aunque intentan no venirse abajo, cada vez están más cansados. No obstante, somos unos privilegiados, piensan.

No entienden por qué les cuesta tanto levantarse por las mañanas. Delante del espejo, mientras ella se desaliña un poco para salir al estudio, y él se pone una sudadera arrugada para ir al despacho, se dan cuenta de que ya no pueden soportarlo.

Por la tarde, en casa, se plantean la posibilidad de dejar el trabajo. A la mañana siguiente, ella se despide y él cesa como funcionario. Después, cuando el cerrajero cambia la cerradura de la casa y el camión se lleva las últimas cajas, se miran a los ojos. Por un momento, la decisión les ha aliviado. Entonces bajan hacia el portal. Con la bolsa de deporte en el brazo, y un puñado de libros de la biblioteca, se abrazan con fuerza. Ahora tendremos que empezar a buscar trabajo, le dice ella.