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LOS LUGARES MARCADOS

Recuperar un verano

JOSEFA PARRA
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Siempre había dicho que el verano es la estación de la felicidad. Coinciden en ello los poetas, que son poco fiables, pero también los publicitarios, que en estos asuntos no suelen equivocarse. Quizá se deba a que es la época del año que más se repite cuando rebuscamos en muestra memoria de la infancia. Y ya se sabe que la infancia, contemplada de lejos, desde la llamada 'madurez', forma con la felicidad un binomio inseparable.

Hay algo en el verano -algo difícilmente definible- que nos incita a la alegría y al gozo. Los olores densos de la madreselva y el jazmín al caer la tarde, el rebrillo del sol sobre la cal de las paredes, la invitación a la lasitud de las siestas larguísimas, el dulzor de las frutas de temporada: sandías descaradas, melones de dulce y jugosa carne, casi lascivos, ciruelas azucaradas, purpúreas o amarillas. A mediodía, las casas se vuelven acogedoras custodias del frescor, y la calle toma el relevo con el ocaso, induciéndonos a la amistad y al alterne, porque no hay nada más sociabilizador que una terraza de verano. Las conversaciones se alargan, los horarios se incumplen, las risas se multiplican. La vida, en fin, se hace más vida, una vida más amplia y más ancha.

Estoy segura de que cada uno de nosotros puede hallar en los escondrijos de la memoria un instante estival propio que nos haga asomar la sonrisa a los labios. Uno de esos momentos dorados y mágicos, con facultad de talismán o de bálsamo, que nos levantan el ánimo y nos dan el empujoncito necesario para seguir andando.

Incluso en este verano, que ha empezado golpeando cruelmente a mi familia, quiero hacer el esfuerzo de cerrar los ojos y recuperar para mi sosiego a la niña que fui una mañana cualquiera, sin colegio, sin obligaciones, luminosa y cálida, del mes de agosto.