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Los años robados

Se la llevaron con once años y la sometieron a espantosos abusos. Las memorias sobre su cautiverio, en el que tuvo dos hijas, se han convertido en un bombazo editorial

08.08.11 - 15:16 -
El 3 de mayo de 1993, día en el que cumplía trece años, la niña Jaycee Lee Dugard empezó a escribir un diario sobre su nueva gatita, Eclipse, con una caligrafía redondeada que se ajusta disciplinadamente a las rayas del papel. «¡Estoy tan feliz de tenerla! Me costó todo el día elegir el nombre de Eclipse. Lo elegí porque, cuando hay eclipse total, se vuelve oscuro y no puedes ver la luna, y también Eclipse desaparece cuando está en la oscuridad», explicaba. «Eclipse es muy especial para mí porque está siempre conmigo y puedo hablar con ella», apuntó días después. «Si pudiese pedir un deseo, sería entender a Eclipse y que ella me entendiera a mí», concluye otra de sus anotaciones, junto a un corazón dibujado. Es el diario inocente, tierno, un poco absurdo a veces, de una muchacha soñadora que recorre el último tramo de la infancia. Y sirve también como doloroso contraste para entender la pesadilla que estaba viviendo la desventurada Jaycee, una realidad donde esa inocencia y esa ternura se habían convertido en alimento para monstruos.
Hay que remontarse dos años más, al 10 de junio de 1991. Esa es la fecha inevitable en la que arranca ‘A Stolen Life’ (‘Una vida robada’), el libro de memorias que Jaycee acaba de publicar en la editorial Simon & Schuster. Entonces tenía once años y vivía con su familia en Tahoe (California), y justo aquel día se levantó un poco enfadada porque su madre había olvidado darle un beso antes de marcharse a trabajar. Se preparó el desayuno, echó un vistazo a su hermanita de dieciocho meses, buscó en vano a su irritante padrastro y salió de casa para coger el autobús de la escuela. El recorrido hasta la parada era muy corto, pero no hace falta mucho tiempo para trastocar una vida: a su lado se detuvo un coche ocupado por una pareja, el hombre salió con una porra eléctrica y Jaycee acabó en el asiento trasero cubierta por una manta. «No entiendo lo que está pasando. Quiero irme a casa. Quiero volver a mi cama. Quiero jugar con mi hermana. Quiero estar con mi mamá. Quiero que el tiempo retroceda y me dé una segunda oportunidad», escribe, reconstruyendo sus sensaciones de aquel momento.
Jaycee había caído en las garras de Phillip y Nancy Garrido. Él era consumidor de ‘cristal’, una variedad de metanfetamina, y tenía afición a aparcar delante de los institutos para masturbarse mirando a las alumnas. Estaba en libertad condicional tras haber cumplido once años por secuestrar y violar a una chica. Durante su estancia en la cárcel se había casado con Nancy Bocanegra, que solía acudir a la prisión para visitar a su tío: era una compañera ideal para él, siempre dispuesta a salir con una cámara para grabar a niñas. Incluso solía retarlas a demostrar cuánto podían separar las piernas.
Cuando llegaron a la casa del matrimonio, en Antioch, lo primero que hizo Phillip fue desnudarse delante de Jaycee y obligarla a tocarle los genitales. Después, afeitó las axilas y el pubis de la niña y la encerró esposada y sin ropa, solo con una toalla, en un cuarto oscuro del patio trasero de la casa. «Yo no tenía ni idea de lo que iba a ocurrirme. Lo que este hombre tenía planeado era para mí como un idioma extranjero. Mi única referencia sobre el sexo era lo que había visto en la tele o en las películas, que luego reproducía cuando jugaba con las Barbies: Barbie y Ken tumbados en la cama, el uno junto al otro. Eso pensaba yo que era el sexo».
Aquel primer día escuchó por primera vez el sonido que iba a marcar su cautiverio: «Hoy, si cierro los ojos y hago memoria, todavía puedo oír aquel cerrojo», relata. Tardaría un poco más en descubrir algo más acerca del sexo, ya que Phillip demoró una semana la consumación de lo que denominaba sus «fantasías». Fue un acto brutal sobre el hatillo de mantas sucias que servía de lecho a la niña, tras el que le ofreció un batido como recompensa. «Aquella violación fue el primero de muchos y frecuentes encuentros. No recuerdo si venía todos los días para tener sexo conmigo, todo lo que sé es que sucedió más veces de las que soy capaz de contar». Esa era su versión del sexo convencional, pero había una variante más sofisticada, en forma de largos maratones durante los que Phillip se ponía hasta arriba de metanfetamina y marihuana. En aquellas sesiones vestía a la niña con ropa especial y la obligaba a masturbarle, a hacerle felaciones o a bailar desnuda sobre él, mientras cambiaba el canal de la tele en busca de «cualquier cosa en la que apareciese una chica joven en pantalón corto» o miraba sus ‘collages’, composiciones en las que pegaba penes sobre fotos de revistas. También solía atar a Jaycee a unos ganchos atornillados a la pared, hasta conseguir «la postura perfecta», la filmaba en vídeo durante las relaciones sexuales e insistía en que quería verla copular con uno de sus dóberman.
Así era la vida cotidiana de la muchacha del primer párrafo, la que escribía con buena letra sobre su afectuosa gatita. Eclipse fue uno de los regalos de Phillip, una de las herramientas que utilizó en su sistemática manipulación. Aquella niña apartada por la fuerza de su familia, enclaustrada, sucia, comida por las hormigas que se colaban desde el patio y privada de toda comodidad era un material cómodo, como plastilina que la siniestra pareja fue modelando a base de pequeñas mejoras y muestras de supuesto afecto. Al poco tiempo, Jaycee buscaba la aprobación de sus secuestradores y temía el mundo exterior, ese que –según le decían– estaba plagado de pederastas y violadores. Al lavado de cerebro se sumó un vínculo más complejo: en agosto de 1994, a los 14 años, Jaycee dio a luz a una niña; en 1997, a los 17, tuvo la segunda. En la última fase de su cautiverio, los pesados cerrojos de metal se volvieron ya superfluos: resultaba mucho más efectivo el bloqueo que paralizaba a Jaycee y le impedía escapar, aun cuando se le presentaron múltiples ocasiones para ello. La primera excursión ‘en familia’ tuvo como destino la feria veraniega del Festival del Maíz, y Jaycee se evoca montada en un tiovivo: «Recuerdo que, mientras la atracción daba vueltas, yo pensaba que ojalá fuese libre como la gente que veía allí. Libre para andar por ahí y ser yo. Pero no lo era».
Romper el conjuro
Si todo terminó, en 2009, fue gracias al creciente desvarío de Phillip Garrido, que decía oír voces de ángeles y acudió al FBI y al campus de Berkeley para exponer sus teorías sobre religión, esquizofrenia y poder mental. Su comportamiento despertó sospechas y dio lugar a una investigación, en la que acabó confesando que había secuestrado a Jaycee hacía «algunos» años. El libro recoge la conversación definitiva de la víctima con una oficial de policía. «Me volvió a preguntar cómo me llamaba y cuántos años tenía cuando me raptaron. Me sentí como si hubiese estado esperando la pregunta correcta y dije que entonces tenía 11 y que ahora tenía 29. Se quedó impactada. Preguntó otra vez por mi nombre. Le dije que no podía decirlo. No es que quisiera poner dificultades. Le dije que no lo había dicho en dieciocho años y que lo escribiría. Y eso hice. Temblorosa, escribí en un papelito las letras de mi nombre: Jaycee Lee Dugard. Fue como romper un conjuro maligno».
Por fin pudo cobrarse el beso que le debía su madre y reencontrarse con aquel bebé que dejó dormido en casa, transformado en una hermana de 19 años. Sus memorias –en las que elude cuestiones espinosas, como aclarar si sus hijas fueron sometidas también a abusos– se han convertido en el gran éxito editorial del verano en Estados Unidos, con 175.000 ejemplares vendidos en un solo día. Las ha escrito para que «todo el mundo» conozca el bárbaro comportamiento de Phillip y Nancy Garrido, que cumplen condenas respectivas de 441 y 36 años de cárcel: «Él es responsable de haber robado mi vida, la vida que debería haber tenido con mi familia», afirma Jaycee, aunque también puntualiza que no siente odio por sus secuestradores. «No creo en el odio. Supone desperdiciar demasiado tiempo».
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