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Gran tarde de toros
Los diestros Morante y Manzanares cortan cuatro orejas cada uno ante una plaza llena hasta la bandera
Actualizado: GuardarLucía la plaza de toros de El Puerto sus mejores galas, con gradas y tendidos repletos a rebosar de un público dispuesto a disfrutar de la fiesta, de convertir en realidad experimentada el consabido axioma de Joselito, «Quien no ha visto toros en El Puerto no sabe lo que es un día de toros». Movida por ese deseo la desbordada concurrencia jaleó con inusitado énfasis a Morante cuando meció la verónica con garbo en su saludo capotero al que abría plaza, en el que destacaron un lance por el pitón izquierdo y una cadenciosa, lentísima media. El toro perdió gran parte de su inicial brío tras su pelea con el caballo, circunstancia que motivó una embestida corta y a la defensiva de un Morante que se afanó en pasarlo por la derecha. Pero entre caídas de la res y sucesivos enganchones, se consumó la primera y, por fortuna, única decepción de la tarde.
Lanzas que se volverían cañas en el tercero, un animal que tendía a salir suelto de los engaños y al que el de La Puebla inició el trasteo de muleta con arrebatados y dominadores pases por bajo que prosiguió con tandas de derechazos y de naturales que poseyeron exquisito sabor, consumada elegancia. Y tanto se ciñó en los remates y en los adornos que hasta resultó atropellado por la res. Los muletazos se sucedían inspirados, dramáticos, bellos, producto de ese don especial que atesora Morante, capaz de originar una emoción arañada y súbita con su baarroco toreo. Tras un pinchazo y una estocada en lo alto se le concedieron las dos orejas al torero y una incomprensible vuelta al ruedo al toro.
El quinto fue un ejemplar descastado, noble pero sin transmisión alguna, con el que el de La Puebla se gustó en un airoso quite por chicuelinas y con el que compartió tercio de banderillas con Manzanares, del que saldría perseguido y alcanzado al prender el último par. Inició la faena regalando a la afición la añeja estampa de citar sentado en una silla y desarrolló después una labor pulcra, decidida, pero carente de la intensidad que el toro no ponía. Unos exquisitos ayudados constituyeron el epílogo de una actuación que fue refrendada con una estocada algo deprendida. El primero de Manzanares ya había demostrado su escasa raza desde los compases iniciales de la lidia y llegó al último tercio con pocas fuerzas y menos ganas de embestir. Pero tras algunas probaturas, Manzanares pudo ligar una tanda de derechazos templados con la que sometió, por fin, al animal. Goteó el toreo al natural y en redondo, debido a las pausas prolongadas y obligadas entre pase y pase, alguno de los cuales resultaron limpios y profundos. Una gran ejecución del volapié le valió su primera oreja. Mismo premio que obtendría tras ejecutar la suerte de recibir y un final golpe de descabello en el cuarto, un animal que salió siempre suelto en los primeros tercios y con el que el alicantino se lució en un quite por chicuelinas rematadas con dos medias luminosas y ceñidas. Muleta en mano, imprimió alta dosis de plasticidad a su toreo, gustándose en cada pase, con lentitud y armonía, que le sirvió para recoger una embestida siempre dispuesta a la huida. Muletazos ligados y exactos que abrochaba con hondos pases de pecho o airosos molinetes. Ebrio de toreo el matador, puso a la plaza en pie por la enjundia de la obra fraguada. Obra de una sola mano, pues no probó el toreo al natural.
Cerró el festejo un colorado carente de casta y de fuerzas al que Manzanares no pudo sacar partido con la capa y al que elaboró una faena despaciosa, con tandas de naturales y de redondos que resultaron cuajadas por su relajo y ligazón. Faltó la vibración que no tuvo el toro, pero el torero de Alicante supo suplir tales carencias con la profundidad y el dramatismo que imprime a su toreo. Con la alegría de ver salir por la Puerta Grande a los dos toreros a hombros y con la sensación de haber vivido una gran tarde de toros, se marchó la afición feliz del centenario coso portuense.