Churros al amanecer
Actualizado: GuardarLas noches de verano son tremendas con el calor. Soñaba. Una rubia sueca, que había sido diseñadora de sofacama en el Ikea, entraba en mi habitación y me traía un ramo de margaritas. Cuando se acercaban el papel de celofán amarillito, entre pera de agua y limón, se decoloraba como por arte de magia y se transformaba en papel de estraza. El simpar lazo que embellecía el ramo, igualito al que mi prima Leonor llevaba en la Primera Comunión colgado de la pasada, pasaba a ser una bolsa de plástico tipo camiseta y las volátiles margaritas se transformban en churritos. Menos mal que, por lo menos, la rubia no se transformó, porque ya lo único que me faltaba es que se hubiera transmutado en Raúl López vestido de etiqueta para su homenaje. La rubia me llevó los churros a la cama y con esa dulzura que sólo tienen las suecas para estas cosas (atención esto es una fantasía, no vayamos a liarla) me los puso cerca de la cara, casi rozándome suavemente el cachete izquierdo, que es el más vulnerable. El perfume era embriagador. No hay nada más romántico que el olor de los churros cuando te los traen a la cama recién despertado. Ella, ya para ponerme a cien, cogió un churrito y le dio un bocao que crujió en su boca de sueca. Nunca había visto crujir nada igual desde que me compré un paquete de papas fritas en el puesto de Antonio, en San Fernando. Le respondí dulcemente, con palabras que me salieron del corazón: ¿y el café? Ella con ese don de palabra que le dio su sólida formación en el Centro Inglés de El Puerto me contestó: «Cariño, a ver si ta creío que soy el camarero de La Marina».
Me desperté sudando e incluso me toqué los labios deseando encontrar entre ellos esas mijitas de fritura que siempre se te quedan ahí cuando comes churritos. No… Todo había sido un sueño en papel de estraza. Desde entonces todos los domingos, igual que el Papa piensa en ir a misa de 11, yo sueño con que me despertarán con un papelón de churros junto a la alhomada.