Cultura y negocio
La política cultural tiende a estar condicionada por tópicos y lugares comunes, que no dejan de explotar los mercaderes de la creación
Actualizado: GuardarQuizá porque la cultura es un bien que no tiene precio, el dinero que circula en torno a ella produce especial irritación. Lo hemos visto en las últimas semanas. Los acontecimientos que han ido sucediéndose con la investigación sobre los fondos en la SGAE y el apresurado cambio legislativo en una cuestión tan delicada como es el canon digital, le han puesto la guinda a un pastel en el que sobran tanto los malhumores, como los lugares comunes.
Conviene distinguir varios planos de discusión. El primero es jurídico. Aunque nadie discute el derecho que tiene el autor sobre su patrimonio intelectual, hay otros factores que es imprescindible tener en cuenta al abordar esta cuestión. Sin salirnos de los enunciados constitucionales, la cultura es un medio para asegurar una digna calidad de vida (Preámbulo CE), que merece ser protegido no solo como parte del derecho a la educación, sino como elemento imprescindible en el desarrollo integral de la personalidad (art. 25 y 44 CE). Al igual que las demás formas de propiedad, la propiedad intelectual tiene una función social que constituye su límite (art. 33.2 CE).
En un segundo plano encontramos, bajo la superficie de las normas, la realidad de los procesos de producción y difusión de las ideas. Los tópicos nos traicionan. Nuestra imaginación corre enseguida al artista perseguido por un destino adverso, al poeta pobre, al músico de garaje, al historiador que se deja la vista en un archivo para rescatar un documento, al científico loco que tiene una idea genial, al inventor que nos hace la vida más fácil: figuras todas ellas que rara vez se dan en la práctica. De nuevo, nadie pone en duda que se deba retribuir el esfuerzo de los autores y su contribución al bien común. Lo que pasa es que, en un mundo como el nuestro, las ideas ni se fabrican ni se explotan de esa forma, contando únicamente con el genio y el esfuerzo individual. Y, por más que digan los representantes de la industria, no es lo mismo pagarle el canon a un modesto creador que a una estrella mediática multimillonaria. En relación con esto, el impacto de las tecnologías de la información en el acceso a los contenidos culturales tiene y tendrá un impacto extraordinario, que todavía no acertamos a medir en todo su alcance.
El tercer plano de discusión tiene que ver con la relación entre cultura, política y mercado. En los distintos momentos de la historia, la cultura ha sido fuente de poder económico y político. Así, por ejemplo, cuando las artes estaban al servicio del culto religioso, del esplendor cortesano o del bienestar burgués. En nuestra época sería necesario diferenciar cuidadosamente entre distintos ámbitos de producción de ideas -productos de entretenimiento masivo, innovación en el sistema de la ciencia y la tecnología, elaboración de ideologías, etc.-, pero de lo que no cabe ninguna duda es de que el conjunto de la cultura no puede sobrevivir apoyándose únicamente en el mercado. Hay sectores que precisan subvenciones públicas directas, como la ópera o la investigación básica, y otros que solo sobreviven gracias al patrocinio indirecto de instituciones públicas -por encima de todas, la Universidad- que proporcionan un medio de vida a quienes se encargan de producir ideas. Y esto es así porque el mercado no es ecuánime ni en la retribución de las mejores ideas, ni en la distribución de las oportunidades. Producciones extremadamente valiosas, de las que no quisiéramos por ningún motivo privarnos, no adquieren en el mercado un precio ni lejanamente comparable a su valor intelectual. Naturalmente, que exista una intervención pública no significa que la cultura subvencionada acabe siendo partidista. Si acaso, significa lo contrario: que la política cultural no tiene que estar al servicio de los intereses de los mecenas públicos o privados que la promueven.
A estos tres factores de incertidumbre se suma el declive de las señas de identidad de la alta cultura, pues resulta cada vez más difícil establecer un sistema de reconocimientos de la autoridad intelectual que puedan generar el suficiente consenso por parte del público ilustrado. En tiempos, se decía que las mejores cabezas, situadas 'au dessus de la mêlée', orientarían el gusto de los profanos, con el buen criterio que proporciona la familiaridad con un patrimonio de saberes acumulados que denominamos, precisamente, 'cultura'. Esto ha dejado de ser cierto. Los intelectuales ya no saben responder a la pregunta sobre qué hemos de hacer para vivir mejor. Pero de ahí no se sigue que la 'cultura' deba transformarse en 'industria cultural', cualquiera que sea el porcentaje que esta última representa dentro del PIB, como pretenden los industriales. La cultura no es un objeto de consumo como los demás, destinado a llenar el tiempo de ocio de la misma forma que los alimentos sacian nuestro estómago o los productos de lujo satisfacen nuestra vanidad. No es un barniz que se compra y se vende, y se aplica como ornamento. Por eso es tan odioso ver cómo se invoca a deshora el valor de la cultura, cuando lo único que interesa es el negocio. La cosa no podía acabar bien.