Libertad de expresión devaluada
Actualizado:Abotargados por el 'ruido' en que ha devenido la actual incomunicación pública, rara vez nos planteamos un hecho de alta incidencia en el deterioro democrático en que nos vamos sumiendo casi imperceptiblemente: la progresiva devaluación de una libertad de expresión que, aun siendo reconocida y supuestamente garantizada por nuestros textos constitucionales, lleva camino de convertirse en un ejercicio más deseable que efectivo, más formal que real. Que cada cual pueda decir sin coerción lo que oportunamente quiera decir no significa que exista libertad de expresión. La actual perversión comunicativa, y, por tanto, los límites a la libertad de expresión, consisten precisamente en la escisión entre dos realidades imprescindibles en una conversación que, para ser efectiva además de libre, ha de ser al mismo tiempo que expresada, escuchada, recepcionada.
Y lo que parece que definitivamente se ha roto en nuestra sociedad de la incomunicación es ese lazo imprescindible y básico que une a quien expresa algo y a quien recepciona esa expresión. Ejercer la libertad de expresión se convierte en un acto inútil y sin mayores consecuencias a efectos de enriquecimiento social si no existe la interacción. Una fructífera conversación pública requiere, por una parte, la emisión de mensajes significativos, exentos de banalidad, respetuosos con la dignidad de quienes escuchan, y que no insulten la inteligencia de los posibles receptores de los mismos. Por otra parte, no hay auténtica comunicación si no existe una mínima actitud de 'escucha activa' por parte de una ciudadanía comprometida y empeñada en no devaluar el diálogo público mediante la banalización, la mentira, la agresividad, o, simplemente, la indiferencia a la interlocución.
En este sentido, es preciso denunciar a quienes desde las distintas instancias de poder (político, económico, mediático) parecen haber adoptado una consciente e interesada actitud de 'oídos sordos' ante los mensajes de una ciudadanía maltratada por esas diversas esferas del poder, a las que parece bastarles y sobrarles con un ritual potencialmente transformador, pero que amenaza convertirse en auténtico obstáculo para el desarrollo y el perfeccionamiento democrático: el ejercicio del sufragio cada cuatro años. Y es que votar no es suficiente en un contexto en el que cualquiera puede expresarse pero donde nadie parece querer escuchar a nadie.