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La química del rock

Amy Winehouse murió de excesos. Como los de Ozzy Osbourne, que esnifó hormigas. O Fleetwood, que se gastó 8 millones en coca. «Ahora el rock es un negocio»

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Aún falta el análisis toxicológico para saber de qué murió exactamente Amy Winehouse, pero, sea cual sea el resultado, cabe poca duda de que la cantante británica se fue matando poco a poco a base de excesos. Sus últimos años, en los que el triunfo artístico se alió con el fracaso existencial, se pueden reconstruir a base de fotografías tomadas a la vuelta de juergas nocturnas: su cuerpo se veía cada vez más demacrado, cubierto de marcas y magulladuras, y su expresión de embotamiento y agobio no transmitía la idea de una mujer que apuraba los placeres de este mundo, sino más bien de una prisionera de sus propios hábitos. Amy había asumido esa vida licenciosa que se suele atribuir a las estrellas del rock como si fuera un rasgo gremial, pero de la que -si exceptuamos a su amigo Pete Doherty- resulta bastante difícil encontrar ejemplos contemporáneos.

Hubo una época, sin embargo, en la que primaba lo que se dio en llamar 'rock and roll way of life', el estilo de vida del rock and roll. Los músicos más importantes del mundo no solo consumían cantidades ingentes de drogas, sino que se enorgullecían de ello, además de coleccionar 'groupies' y entregarse a caprichos pueriles como arrojar televisores por las ventanas o destrozar mobiliario de hotel: en la segunda mitad de los 60 y la primera de los 70 se creó el estereotipo del rockero que obraba siempre según su soberana voluntad, inclinada normalmente a acumular vicio sobre vicio, a ser posible de manera simultánea. Hoy, en cambio, los grupos de rock con éxito suelen aparecer como tipos respetables, empresarios que cumplen sus compromisos con puntualidad e invierten sensatamente sus beneficios. ¿Qué ha cambiado? ¿Acaso se consumen menos drogas? ¿Se consumen otras drogas? ¿Se consumen drogas de manera diferente?

«Yo estoy seguro de que hay muchos músicos que siguen usando las drogas, por las razones más variadas, pero creo que el clima general con respecto a estas sustancias ha cambiado en el rock, igual que ha ocurrido en el cine. Ahora el rock es un negocio, mucho más que antes, y además las modas van evolucionando», responde a V el periodista y escritor británico Harry Shapiro, autor de libros de referencia como 'Historia del rock y las drogas', editado en España por Robinbook. En la misma línea se ha pronunciado el estadounidense R. U. Sirius, que también ha analizado las conexiones entre rock y estupefacientes: «En general, si se pudiese hacer la suma, supongo que los músicos usan menos drogas ahora que entre los 60 y los 90. Existe menos presión de grupo. Prevalece menos la idea de que vivir como Keith Richards es la única manera de ser guay, y eso es algo bueno». En España, el director de la revista 'Ruta 66', Jorge Ortega, hace hincapié en el papel distinto que desempeñan las drogas: «Yo creo que se toman tanto o más, pero quizá con algo más de cabeza, ya que se tiene más información. Ya no se trata de un 'way of life', sino de una manera de divertirse y entonarse. A casi todas las bandas que conozco les gusta ponerse a gusto, ya sea con alcohol o con otras sustancias, pero suelen hacerlo una vez acabado el concierto, cosa que antes era impensable».

Resulta estremecedor comprobar que, entre 1969 y 1975, murieron por causas relacionadas con las drogas muchos de los músicos más talentosos: Brian Jones, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Alan Wilson, Jim Morrison, Gram Parsons, Nick Drake, Tim Buckley... Ninguno de ellos llegó a cumplir los 30. Aquella generación protagonizó historias que oscilan entre el horror y la comedia bufa, entre la sordidez del yonqui callejero y el desvarío de nuevo rico inflado a tóxicos. Ahí está, por ejemplo, Keith Moon, el batería de los Who, que remató una fiesta de cumpleaños conduciendo un Lincoln Continental hasta el fondo de la piscina del hotel. O los Stooges de Iggy Pop, que solían proyectar la sangre que quedaba en sus jeringas sobre las paredes de la casa que compartían, hasta convertirlas en un fresco de pesadilla. O el disparatado Ozzy Osbourne, imprescindible en cualquier anecdotario, que llegó a esnifar una fila de hormigas en plena calle. O Mick Fleetwood, batería de Fleetwood Mac, de quien se cuenta que se gastó ocho millones de dólares en cocaína. O Glenn Frey, de los Eagles, otro portentoso consumidor de coca al que, en su segunda reconstrucción nasal, le pusieron un tabique de teflón. O el propio Hendrix, que compró 100.000 dosis de una tableta de LSD creada especialmente para él, con el doble de la potencia habitual. O Elton John, que se tomó 85 valiums y saltó a la piscina en un supuesto intento de suicidio. O, en fin, el David Bowie del periodo berlinés, sometido a una estricta dieta de cocaína, pimientos rojos y leche, convencido de que unas fans querían su esperma para engendrar hijos de Satán y empeñado en almacenar su orina en la nevera para alejar los conjuros.

No tan 'killers'

Y, por supuesto, estaban los Rolling Stones, cuya gira americana de 1972 sentó en buena medida los cánones del comportamiento que se esperaba de una estrella del rock: las imágenes grabadas durante aquel 'tour', en el que empezaron a reservar plantas enteras de hoteles para evitar que les molestasen, parecen el mal sueño de un moralista pacato, una imaginativa orgía bañada en polvo blanco. Recordemos que Keith Richards es el hombre que, muchos años después, declararía haber esnifado las cenizas de su padre mezcladas con cocaína, aunque luego se desmarcase diciendo que solo pretendía hacer un chiste. ¿Cómo pudieron sobrevivir tipos como él, como Ozzy o como Lemmy, el líder de Motörhead, una máquina aspiradora de 'speed' que a los 65 sigue bebiéndose su botella diaria de Jack Daniels? «Es el gran misterio -asiente Jorge Ortega-. Mi opinión es que algunos no eran tan 'killers' como cuenta la historia. Los que de verdad se pasaron de la raya están bajo tierra. Amy era uno de ellos, y así lo demostró desde el principio de su carrera. O, si no, vieron la luz antes de tocar fondo y supieron ponerle remedio. El que insiste con las drogas 'non stop' por muchos años acaba mal. Es ley de vida».

Mick Jagger, el vocalista de los Stones, ha acabado convirtiéndose en el emblema de la estrella de rock atlética, pero también es un buen ejemplo de que el perfil calavera de hace décadas podía resultar engañoso: Jagger tuvo sus encontronazos con la justicia por posesión de drogas, y en aquellas filmaciones del 72 se le ve metiéndose coca con entusiasmo, pero también es el hijo de un experto en educación física que le impuso exigentes rutinas de ejercicio desde los 3 años. Hoy, con los 68 recién cumplidos, se ha convertido en un maniaco del 'fitness' que afronta las giras con la ayuda de un entrenador noruego. Si en los 60 y los 70 era una figura contracultural, hoy sirve como símbolo del rock saludable o, por lo menos, del que restringe sus vicios al ámbito privado.

Porque, por mucho que el perfil público de los rockeros sea más modoso que antaño, en estos asuntos nunca se sabe. Entre las estrellas de nuestros días, solo hay un nombre por el que se suele poner la mano en el fuego. «¿Músicos que no tomen drogas? Bruce Springsteen, por ejemplo -propone Harry Shapiro, que después añade la nota histórica-. Estaba también el difunto Frank Zappa, que una vez alertó a los chavales de que, si tomaban anfetaminas, acabarían pareciéndose a sus padres».