opinión

El ocio

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Para muchos, el verano significa ocio. En principio, el concepto de ocio está muy bien, pero el problema suele venir cuando hay que poner en práctica ese concepto.

En cuanto una persona inaugura el llamado periodo vacacional, tiene que desplazarse al sitio elegido para el disfrute de dicho periodo, y ahí empiezan los trastornos: atascos, gasolineras atestadas, trenes repletos, aviones con tendencia a retrasarse… Cuando llega a su destino (un apartamento alquilado en la costa, por ejemplo) con el núcleo familiar, el veraneante en cuestión está ya exhausto de ocio, aunque orgulloso de haber superado la primera prueba de fuego.

A la mañana siguiente, se despierta a la misma hora que durante el resto del año, porque el cuerpo tiene mucho de reloj, pero él no está dispuesto a levantarse a horarios más propios de laborioso que de ocioso, de modo que sigue acostado, intentando mantener cerrados los ojos para poder decir en el bar: «Hoy me he levantado a las once». Una vez desengañado de su capacidad para dormir fuera de plazo, se levanta y se pone el bañador. Nada más ponérselo, comprueba que pecó de optimista al comprarlo de una talla más pequeña.

Baja al bar. «Hoy he dormido como los ángeles», presume ante el camarero, que está despierto desde la seis y media. «Un café con leche y unos churros», y se mete en el cuerpo la masa aceitosa, que enseguida se le adhiere a las venas para transformarse en colesterol maligno. Un poco indigestado, se encamina al chiringuito, donde ya están congregados los colegas de ocio de cada año. «Hoy he dormido hasta las once», insiste. «Pues yo no he pegado ojo por culpa de los mosquitos», se lamenta un apocalíptico. Como ya está cercano el mediodía, se impone una cerveza. «Una ronda», dice alguien. «Y unas sardinitas», propone otro, tal vez para contrarrestar con ácidos omega el efecto dañino de los churros. Llegan los niños con su batería de instrumentos de ocio: colchonetas, flotadores. «Báñate con nosotros, papá».

A la hora de la comida, hay que recurrir a la pizzería, porque aún no se ha hecho la compra grande en el supermercado. Pizza, en fin, al gusto de los niños. Y luego un poco de bicarbonato para armonizar los churros, las sardinas y la pizza. A las cinco, intento de siesta; como no hay costumbre, el placer se frustra. A las seis, supermercado, donde las colas llegan hasta la sección de perfumería. A las siete y media ha quedado para jugar un partido de ‘futbito’. A las nueve está en el chiringuito de nuevo, con los músculos tonificados. A las nueve, cena casera. A las once, cubateo con matrimonios amigos. A la una está bailando a sones latinos en una terraza. De tres a cuatro disfruta de una fase de fraternidad universal.

Pasado un mes, volverá a su rutina y exclamará: «¡Menos mal, Dios mío!»