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La fecha de caducidad

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Atodos se nos ha atrasado un yogur en la nevera, salvo a los que no tienen nevera, pero a éste le hemos dado tiempo para que tenga muy mala leche. Todos tenemos nuestra fecha de caducidad personal y nos la buscamos en la ducha. Sabemos que el último día está inscrito en algún sitio de nuestro organismo, pero ignoramos en cuál. Se preguntó César Vallejo dónde podría guardar un día para cuando no haya días, pero al fin sabemos el calendario de todos. Se ha buscado una fecha resonante, aunque de estrépitos muy desiguales. Al fin sabemos, no lo que pasará, sino que algo va a pasar.

Se estaban poniendo pesadísimos los que urgían y los que aguantaban. Unos metiendo prisa y metiendo caña y otros intentando meter en vereda un ganado que se les desmandó hace bastante, pero que no acaba de tirarse al monte. En la alta cumbre de la miserable política española no hay taquillas, sino agujeros. Nuestra única certeza es la incertidumbre, y los más viejos del lugar, entre los que me encuentro, agradecemos que se aclare la situación, o sea, que se profundice en la turbiedad. Habrá comentarios para todos los gustos, incluso para los de pésimo gusto, pero también habrá aniversarios que conmemorarán gentes muy diversas. Unos deplorarán la remota desaparición de quien batió la plusmarca de mando de Almanzor y Felipe II, y otros festejarán su óbito. Los de la imposible tercera España, uno de cuyos apóstoles fue Chaves Nogales, que decidió morirse lejos y, en vez de algún mutuo fusilamiento, prefirió la peritonitis.

Nos espera un trimestre largo de aturdimiento. Los oradores siempre están preparados. Lo hacen todo por la patria y cuando no tienen nada que hacer se dedican a hacer discursos, pero cualquier cosa es mejor que no saber cuándo acaba el catálogo de ofertas. El 20 de noviembre hablará el pueblo español, que nunca ha estado muy bien de oído, pero siempre ha estado atento a los gritos confusos con tal de que sean fuertes.