El milagro de los pollos
El gallo y la gallina de Santo Domingo han criado... en la catedral
Actualizado: GuardarCatherine Althorp es una peregrina inglesa con pintas de peregrina inglesa. Tiene el pelo rubio y largo, con las raíces grisáceas, mal sujeto por una coleta desmañada. Camina agobiada bajo el peso de una mochila apabullante, de la que cuelgan algunos cacharros metálicos. Lleva gafas, pantalones cortos, calcetines gruesos y un forro polar. Estamos a finales de julio y son las doce de la mañana, pero sopla el cierzo y hace un frío que pela en Santo Domingo de la Calzada (La Rioja). El termómetro marca 17 grados. Catherine acaba de cruzarse con otras dos peregrinas, quizá francesas, que andan de aquí para allá, un poco despistadas, dándole vueltas a un mapa. Las tres entablan una conversación apresurada, en ese inglés esquemático que se ha convertido en lengua franca del Camino. Catherine, que parece más experta, les da algunas instrucciones: por ahí está el albergue, por ahí la catedral, por ahí la plaza. Se despiden amistosamente, se ríen de algo, prometen verse más adelante y se van.
Pero, dos segundos después, Catherine se da la vuelta y pega un grito destemplado, como si se hubiese olvidado de dar una última instrucción, urgente e importantísima. Diríase, por el volumen del chillido, que se trata de una cuestión de vida o muerte. «Don't forget the cock and the hen! The cock and the hen!», repite cada vez más alto. Las dos interpeladas se giran, sonríen y alzan el pulgar. Lo han comprendido. No se olvidarán. The cock and the hen: el gallo y la gallina.
Catherine Althorp es una peregrina británica del año 2011, pero su asombro recuerda al que experimentó, hace exactamente cuatrocientos años, Jakub Sobieski de Janina (1590-1646), diplomático polaco, duque de Rutenia y también peregrino. Jakub anotó en su cuaderno de viajes cómo los caminantes, al llegar a Santo Domingo de la Calzada, insertaban un pedazo de pan en sus cayados y lo alzaban hacia el gallinero de la catedral. Si el gallo o la gallina se comían el mendrugo, era señal de que llegarían a Santiago sanos y salvos; si lo rechazaban, las aves vaticinaban una muerte pronta.
Ahora, en el siglo XXI, ningún peregrino alza su bastón hacia el gallinero gótico de la catedral. Afortunadamente, casi todo el mundo llega a Compostela con una salud aceptable, salvo el inevitable peaje de agujetas, ampollas y torceduras. Pero el gallo y la gallina, que picotean impasibles en su habitáculo catedralicio, siguen mereciendo la admiración de los caminantes jacobeos. Especialmente en este último mes. Un cartel colgado en la puerta principal del templo, con una foto en el centro, informa del acontecimiento: ¡El gallo y la gallina han tenido seis pollitos! Que dos animales procreen es algo natural; que lo hagan dentro de un gallinero construido en el siglo XV es bastante más raro; que alumbren a sus crías dentro de una catedral resulta francamente excepcional. Eso solo puede pasar en Santo Domingo de la Calzada. Y no siempre: la última vez que sucedió fue en 2001. Y ni los viejos del lugar se acuerdan ya de la penúltima vez.
Una bula de 1350
Nadie sabe desde cuándo hay gallos en la catedral calceatense. Sin embargo, algunos datos ayudan a entender la longevidad de esta costumbre. El gallinero que ocupan, una pieza gótica, pintada de negro y con rejas de hierro, que se alza a la izquierda de la entrada principal, data del siglo XV. Pero se sabe que sustituye a una jaula de madera anterior. Y existe un documento, fechado en 1350, que recoge una bula dictada por el Papa Clemente IV (1265-1268) mediante la cual se concedían indulgencias a quienes «mirasen al gallo y a la gallina que hay en la iglesia». Ningún otro templo católico en el mundo tiene autorización para mantener y criar animales vivos en su interior.
¿Por qué Santo Domingo de la Calzada goza de este inaudito privilegio? La razón se esconde en una de las leyendas más populares del Camino de Santiago. Cuenta la historia que, en el año 1080, un peregrino alemán, Hugonell, caminaba con sus padres hacia Compostela. Al llegar a Santo Domingo, una posadera se quedó prendada de la belleza del mozo y le ofreció su cuerpo. Hugonell la rechazó y, al día siguiente, la joven despechada le acusó de haberle robado un cáliz de plata. El muchacho fue condenado a la horca.
Lo colgaron, pero no murió. El propio santo lo sujetó por los pies e impidió que a Hugonell se le rompiera el gaznate. Los padres del joven acudieron a dar la buena nueva al corregidor de la ciudad, al que rogaron que anulara la sentencia. Cuando llegaron a palacio, el juez estaba a punto de comerse un capón asado. «Tan vivo está vuestro hijo como las aves que mi cocinero me ha preparado», les dijo. Y en ese justo momento, los pollos se levantaron, se cubrieron de plumas y empezaron a cantar.
El milagro corrió de boca en boca por todo el Camino y se convirtió en una de las historias peregrinas más populares, que ilustra coplas, capiteles y manuscritos. Todavía hay disputas sobre su origen. Unos dicen que sucedió en Winnenden (Alemania), otros apuestan por Toulouse (Francia) y hay quien asegura que todo ocurrió en Barcelos (Portugal). Pero la villa riojana mantuvo desde antiguo el privilegio de ser reconocida como sede oficial del prodigio. De ahí viene el celebérrimo lema de la ciudad («Santo Domingo de la Calzada, donde cantó la gallina después de asada») y de ahí la constante permanencia, al menos desde el siglo XIII, de un gallo y de una gallina dentro de la catedral.
«Mucha gente entra aquí buscándolos», confirma el párroco, Francisco José Suárez. «Los peregrinos suelen conocer el milagro, pero no se hacen mucha idea de dónde están realmente». El gallo y la gallina son cambiados, por parejas, cada quince días. «Lo difícil no es que una gallina tenga huevos, claro. Lo extraño es que se ponga clueca en la catedral», explica don Francisco, «eso es demasiada coincidencia».
El advenimiento de los pollitos ha tenido cierta repercusión mediática e incluso ha traído más visitas. «Es muy divertido sentarse aquí y escuchar lo que dicen los peregrinos -explica el padre Suárez-. ¡Una vez me preguntó uno dónde debía echar la moneda para que cantara el gallo!». Y no. Como bien pudieron comprobar Catherine y sus amigas, el gallo, que se pasea por sus dominios vanidoso y arrogante, solo canta cuando le viene en gana.