relatos de verano

El amante perfecto

Ella lo observa tumbado, quieto, la cabeza hundida sobre la almohada. Traviesa, acaricia su pecho con el dedo índice, enredándolo entre los rizos rubios que lo adornan

MADRID Actualizado: Guardar
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Ella lo observa tumbado, quieto, la cabeza hundida sobre la almohada. Traviesa, acaricia su pecho con el dedo índice, enredándolo entre los rizos rubios que lo adornan. Es hermoso, un hombre atlético de manos robustas. Las mira, mucho más grandes que las suyas, manos firmes y expertas que han sabido acariciar.

Embriagada por una calma sedante, recuerda la noche y el placer que trajo como un regalo. El primer haz de luz se cuela furtivo a través de las rendijas de la persiana, posándose en el brazo izquierdo del amante, un brazo musculoso y marmóreo, similar al de las tallas griegas, que descansa inerte sobre la sábana. Sonríe. Se dice a sí misma que tal vez lo haya encontrado, que quizá pueda olvidar sus salidas a los bares cada viernes, dejar atrás el rímel de las pestañas y el carmín de los labios, los tacones que odia pero le hacen parecer esbelta, las aburridas conversaciones para elegir al candidato, el más inteligente, el que dé con las frases adecuadas, fuerte y sensible a la vez, el hombre perfecto. Y el más voraz.

Voraz como ella, que busca incansable aunque se agota con cada nuevo fracaso porque ningún hombre hasta ahora ha logrado satisfacer sus deseos. No ha sabido el que ignora las palabras que ella pretende y consigue enfurecerla; ni el que antepone su propio goce al de la mujer que espera y por eso la defrauda; ni el que manosea carne en vez de arrullar piel haciendo que se sienta sucia. Incómoda, aparta esos pensamientos y regresa a las sabias manos del amante que continúa en la misma postura, a sus pupilas fijas en el techo, los grandes ojos de un azul cristal perdidos en un punto, como si soñara.

Aparta la tela que aún le cubre por encima del vientre y sonríe maliciosa. Recuerda la prisa con que la noche anterior le desabrochó los ceñidos vaqueros, sin apenas darle tiempo a reaccionar o a cerrar la puerta del apartamento al que subieron después de un par de copas. Apresó su cuerpo contra la pared frotándose con una necesidad casi desesperada. Entonces supo que a pesar de la fuerza del otro, de que ella era solo una espiga de trigo comparada con el tronco que era él, había vencido ya dominando su deseo.

El resto ha sido fácil, se dice a sí misma mientras dibuja círculos con el dedo alrededor del ombligo masculino que, desprovisto del calor de la sábana, siente enfriarse. Le gustaron las correas con las que lo ató al cabecero. Le gustó que ella hiciera y deshiciera, que recorriera cada escondrijo de la piel con los labios mientras él se revolvía y acataba sus órdenes. Dime que te gusta. Me gusta. Di que soy maravillosa. Lo eres. Di que nunca encontrarás a otra mujer como yo. No lo haré. Las palabras enredadas en las bocas, haciéndose hueco entre dos lenguas cosidas con hilo de deleite, fruncidas con obsesiva lujuria.

Apoyada sobre el lado izquierdo recorre su anatomía con la mirada y se detiene en un lunar rojizo, similar a una salpicadura, que adorna su ingle y en el que no había reparado la noche anterior. Tiene forma de trébol, un trébol de tres hojas. Yo me convertiré en la hoja que le falta a tu suerte, se escucha decir en voz alta, pero él sigue concentrado en el punto del techo y no obtiene respuesta. No te preocupes por nada, continúa hablando sola, tú no eres como los anteriores, todo irá bien.

Como si un resorte activara sus piernas, se levanta aún desnuda de la cama y, de pie frente a él, estudia su belleza sintiéndose verdaderamente afortunada. Feliz, da una vuelta sobre sí misma para que él pueda observarla bien y pregunta, ¿crees que soy hermosa? Pero el frío silencio del amante se prolonga aunque eso no la incomoda; la velada ha sido larga y es normal que esté agotado.

Al rememorar los excesos de la madrugada, una risilla pudorosa surge de sus labios y un rubor adolescente pinta sus mejillas. ¡Hora del desayuno!, exclama avergonzada por su repentino recato antes de ceñirse la bata. Sin embargo, no se dirige a la cocina. Sus pies la conducen al baño. Sale tras empapar una toalla en agua y comienza a limpiar la sangre seca que todavía rodea el cuchillo, justo en la ingle del hombre, al lado del lunar con forma de trébol que también desaparece al ser frotado. Así estás más guapo, su voz dulce y melosa se estrella contra la rigidez del cuerpo yaciente, nos irá bien, estoy segura, repite dos veces, no voy a perderte. Después, saca el filo y lo asea con detalle, le atusa los cabellos dorados y se aleja con la toalla teñida de rojo, canturreando una canción que sonaba en el pub donde lo encontró, fascinante y turbador, al fondo de la barra. Antes de entrar en la cocina se vuelve una vez más para admirar su perfección. Definitivamente, cariño, ayer fue nuestro día de suerte, susurra con una mueca torcida. Perfecto, es sencillamente perfecto. Sus pasos se pierden sobre las baldosas.