Francisco Camps abraza a su sucesor, Alberto Fabra. :: I. MARSILLA
ESPAÑA

Un juguete roto

Francisco Camps Expresidente de la Generalitat

MADRID. Actualizado: Guardar
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Francisco Camps se las prometía muy felices tras el congreso del PP de junio de 2008 celebrado en Valencia. Había tocado el cielo con los dedos tras la derrota electoral de Mariano Rajoy. Su nombre llegó a sonar para ser el nuevo líder, pero sobre todo fue el puntal, junto a Javier Arenas, que salvó al alicaído jefe de la oposición de los embates internos que tambalearon su peana. Tras aquel cónclave era el barón de los barones populares, estaba en el altar de Rajoy, su influencia era tremenda y a sus 46 años tenía ante sí un futuro político envidiable. ¿Alguien da más?

Pero las amistades cuando son peligrosas pueden ser la tumba de cualquiera. Así ocurrió con su «amiguito del alma» Álvaro Pérez, 'El Bigotes', el agente Gürtel en los aledaños del poder valenciano y persona con derecho a beso de Camps. Apenas ocho meses después de los días de vino y rosas del congreso de Valencia, el 19 de febrero 2009, saltó el caso de los trajes. Nadie en el PP daba crédito. Era imposible que todo un presidente de la Generalitat valenciana, hombre austero, familiar, religioso de misa dominical y comida con la suegra, con perspectivas políticas inmejorables hubiera caído tan bajo. No, era imposible. Él, además, se reía, y con él todo el partido a coro.

«Detrás y delante»

Camps contaba además con el respaldo granítico y sin fisuras del líder y de toda la dirección del PP. «Siempre estaré detrás de ti, o delante, o a un lado», dijo Rajoy en septiembre de 2009. Las pruebas, sin embargo, empezaban a ser cada día más rotundas y las contradicciones más evidentes pese al concluyente «mis trajes me los pago yo» con que intentó ahuyentar las brumas de duda.

Hasta que un día indeterminado a finales de 2009 alguien puso a Rajoy ante el espejo de los hechos y las cálidas palabras de aliento se tornaron en un frío silencio. Rajoy borró de su agenda los viajes a Valencia, donde solo recaló por razones electorales, y se cobró la cabeza del que era uno de los escuderos del barón valenciano, Ricardo Costa.

Pero el líder del PP se encontró con la horma de su zapato. Los discretos mensajes que llegaban desde Madrid a Valencia eran ignorados. Camps seguía enrocado en su inocencia, apelaba a la teoría de la conspiración de jueces, fiscales y policías para descalificar las acusaciones. Es más, echó un pulso a la dirección nacional del PP cuando se le sugirió no incluir imputados en las listas para las elecciones del 22 mayo. No es que se incluyera él mismo, una vez que venció la resistencia de Rajoy y logró su plácet para la reelección, sino que colocó a una decena. La victoria en los comicios, aunque con retroceso de votos, reforzó a Camps en su desafío judicial y dentro del PP.

Mas la suerte estaba echada. El procesamiento por cohecho dinamitó sus últimos anclajes internos. Rajoy bajó el dedo y el futuro político envidiable se evaporaba. El barón de los barones populares se había convertido en un juguete roto en manos de la justicia y condenado al olvido por su partido.