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LA HOJA ROJA

LA CARA OCULTA

Las imágenes de García Rodero que tanto sorprenden al visitante forman parte del álbum familiar de cada uno de nosotros

YOLANDA VALLEJO
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La Fundación La Caixa, que tan acostumbrados nos tenía a grandes montajes expositivos de esos en los que el gaditano medio -usted, mi prima, su cuñado, yo misma- podía desfogar su energía aporreando botones didácticos y dándoles empujones a pantallas, acaba de inaugurar en el Castillo de Santa Catalina la exposición España Oculta -que lleva más de un año de gira- de la fotoperiodista Cristina García Rodero. Setenta imágenes que no dejan a nadie indiferentes porque a pesar de lo que nos muestran las fotografías, seguimos pensando que no somos más que parte de un país que reconoce su pasado más remoto en 'Amar en tiempos revueltos' y su memoria histórica en 'Cuéntame'. Así que esas viejas desdentadas que ríen detrás de las rejas de las ventanas o esa niña que duerme en la era nos parecen instantáneas escapadas de viejos libros de historia, más cercanas al hambre posguerriano de nuestros abuelos que al estado de bienestar con el que crecimos. «Uy, mira» -decimos con el mismo asombro con el que Darwin iba desgranando la evolución de las especies-, «si estas fotos son de los años ochenta», como si el tiempo se hubiera detenido en los escardados y en las hombreras, y hace treinta años todos fuésemos como los de Mecano.

La memoria es tan selectiva que va tejiendo una capa en el imaginario colectivo con retales de una historia que no siempre -afortunadamente- es la oficial. Las imágenes de García Rodero que tanto sorprenden al visitante forman parte del álbum familiar de cada uno de nosotros, aunque a simple vista nos cueste reconocerlo. En el hospital de San Rafael -aquí, sin ir más lejos- se cocinaba en las habitaciones con infiernillos hasta bien entrados los años setenta -¿qué hace, treinta y tantos años?- menudo, potaje de habichuelas, el desayuno. la olla hirviendo, el médico pasando sala. ¡Qué escándalo! dirá ahora más de uno, pero era así. Aunque no nos guste reconocerlo. Igual que a la playa se iba con el champú y el jabón para lavarnos en la misma orilla -lo de asearse o ducharse no se decía tanto- antes de llegar a casa, y había que enjuagarse los pies con un cubito de agua porque lo del lavapiés era cosa del futuro. Y sí. Había casa de vecinos, hace treinta años, y veinte, y si me apuran hasta menos. Con el váter común, las puertas con cortinas y esas cosas que hoy tanto nos avergüenzan. Y se hacía la compra a diario, y no había bolsas de plástico, y la leche había que hervirla. Total, que aquellos maravillosos años, los ochenta, debajo de tanto color y tanta laca, escondían mucho más que la rentable nostalgia del vintage.

«Semillas del mismo fruto y crías de la misma camada pueden diferir considerablemente entre ellas, aunque crías y padres hayan sido expuestos aparentemente a unas condiciones de vida exactas», decía Darwin en 'El origen de las especies', una obra que aunque científica podría convertirse en el libro de estilo de nuestra sociedad tan preocupada en transformar su estructura superficial, que ha ido abandonando a su propia suerte esa estructura profunda necesaria para que los cambios se produzcan de forma ordenada y lógica. Porque este mundo tan moderno en el que creemos vivir, sigue teniendo una trastienda como la de Casa Crespo. Una España profunda que, de cuando en cuando, sacude la falla sobre la que hemos asentado nuestro campamento. La Caleta, de bandera azul y talleres de inglés para niños, se sigue alimentando de papas con carne y cartones de bingo, de sorteos de camisetas falsas del Real Madrid y de meriendas al toque de una campana. No. No es antropología, es el cuerpo a cuerpo que nos mantiene a flote entre una ciudad que avanza y la alargada sombra del Celtiberia Show de Luis Carandell.

Un país que se siente identificado más con Holanda que con Grecia -con quien cualquier parecido no es mera coincidencia y si no, al tiempo- por aquel cuento del progreso y de los matrimonios homosexuales, pero donde «maricón» sigue siendo el insulto más recurrente. Donde las leyes y las alertas sobre malos tratos no han hecho más que aumentar el número de víctimas, donde los avances educativos nos han hecho retroceder a los últimos puestos de la fila. Y aún así, nos sorprende la exposición de La Caixa, y nos escuece la foto del colacho murciano, tan lejana como una tribu massai, tan cercana sin embargo. La autora dice que intentó «fotografiar el alma misteriosa, verdadera y mágica de la España popular», un cúmulo de circunstancias que la mantenían «prácticamente aislada del resto de Europa». Pero en algo se equivocaba García Rodero, llevada por la anestesia del optimismo, cuando afirmaba que esa España «tenía los días contados». No se había dado una vuelta por Cádiz, la ciudad que sonríe ante la falta de futuro, la ciudad que sigue demostrando que esa España oculta -la del desprecio, la de la ignorancia- convive en perfecta armonía en nuestras calles. Vea la exposición y búsquese entre esos niños que miran desenfadados al mundo. Tal vez se encuentre o se reencuentre. Nunca se sabe.