El 15M y la regeneración democrática
Se echa en falta una sociedad civil no guiada por consignas partidistas que exija responsabilidades a los poderes públicos
PROFESOR DE TEORÍA POLÍTICA DE LA UNIVERSIDAD DE GRANADA. VISITING FELLOW EN EL EUROPEAN INSTITUTE DE LA LONDON SCHOOL OF ECONOMICS AND POLITICAL SCIENCEActualizado:Atenor de los datos que el CIS ha ido haciendo públicos en los últimos meses, y pese a la relativa alta participación en la últimas elecciones municipales, parece quedar claro que gran parte de la población quiere que las cosas cambien, no de un modo revolucionario, pero sí de manera real a la hora de gestionar la 'res pública' y frente a una clase política muy devaluada y asediada por la sospecha continua de fraudulenta gestión de los asuntos públicos cuando no de probada corrupción. Aún recuerdo las palabras de uno de los participantes que acudieron a la concentración cívica a la que asistí hace ya unas semanas frente a la embajada de España en Londres, y que terminaba admitiendo: «No sé cómo, la verdad, pero debe cambiar».
Pese al mes y medio transcurrido desde las primeras manifestaciones y acampadas, el todavía corto historial del movimiento denominado 15M sigue albergando muchos interrogantes que irán disipándose con el paso del tiempo. Resultan diáfanos, sin embargo y hasta el presente, algunos elementos. Se trata de un movimiento ciudadano, que emerge no espoleado por ninguna fuerza política y en clara oposición al funcionamiento de las mismas. Aparece como movimiento expresivo, difusor de ideas, que debe alentar, al menos teóricamente, sobre todo a la izquierda, que podría encontrar en él la inspiración para una regeneración democrática de sus partidos y dirigentes.
El 15M es viva consecuencia de la clásica tesis de la desafección política, tan de común uso entre los politólogos y con un ya importante historial a sus espaldas, que se remonta a los inicios mismos de las primeras elecciones en democracia. Según la misma, la democracia se legitima mayoritariamente como las reglas del juego que a todos dan cobijo, a la par que, con la aparición del desencanto político tras las primeras elecciones democráticas, su funcionamiento es altamente criticado. Sin embargo, y a diferencia de lo ocurrido durante las más de tres décadas de recuperadas libertades, parece que el descontento se ha incrementado notablemente en estos momentos o, al menos, ha adquirido una visualidad pública sin precedentes. En este sentido, y tras las últimas elecciones autonómicas y municipales, votos blancos y nulos doblan a los de las elecciones generales de 2008 y de ser agrupados en una opción partidista, se convertirían en la cuarta fuerza política.En esta tesitura de cambio conviene reseñar, sin embargo, las evidentes contrariedades a las que se enfrenta cualquier iniciativa de articulación de la sociedad civil en España. En primer lugar, aparecen las dificultades de índole histórica para la consolidación de un ámbito independiente de actuación, al margen de la 'macropolítica' de los partidos en el contexto de incrustado estatalismo, cuando no partitocracia, de los viejos estados europeos, situación que se agrava ostensiblemente en el caso de los países meridionales. En buena parte de la Europa actual, con la necesaria excepción de lo transcurrido en países de tradición protestante, la sociedad civil ha emergido por lo general controlada desde los Estados o por instituciones previas como la Iglesia, el Ejército, la mafia y otros cuerpos intermedios, que han imposibilitado la emergencia de la misma de una manera autónoma e independiente a partir de la existencia de gestiones locales previas, y asociadas por lo general a todo tipo de organizaciones voluntarias y cívicas anteriores al propio Estado.
En segundo lugar, la sociedad civil española no ha tenido una presencia continuada en la arena pública, fundamentalmente porque no ha sido posible tras la sucesiva alternancia de regímenes no democráticos y pseudo-democráticos desde los inicios del período liberal. Además, cuando ha irrumpido lo ha hecho de forma complaciente y hasta con fe ciega y ultra con el régimen de turno como en el caso del franquismo, o por el contrario, a través de la llamada a la acción directa, violenta en muchas ocasiones, como vía única para acabar con el poder establecido.
En tercer lugar, ya en democracia, y después de cierto idilio de ciudadanos y élites políticas, cuestionable en cualquier caso, durante el período de transición, la clase política nunca se ha fiado en demasía de la potencial autonomía de la sociedad civil, a menos que no estuviera teledirigida por los propios partidos para canalizar sus pretensiones, actuase en connivencia con los mismos para lograr intereses compartidos , fuese creada por dicha clase política como en el caso de cientos de asociaciones fantasmas surgidas al regazo de las subvenciones públicas, o haya sido fagocitada por los propios entes partidistas en su ánimo de caza electoral, como en el caso de las asociaciones vecinales en el período de la transición política y más recientemente de todo tipo como las ecologistas o feministas por no hablar de los propios sindicatos.
La irrupción del 15M delata, pues, hoy más que nunca la falta de una sociedad civil continuada, cotidiana, independiente y autónoma, no guiada por consignas partidistas y que tenga como rutinario objetivo el control, la 'accountability' en términos anglosajones, y la exigencia de responsabilidades hacia quienes manejan los asuntos públicos. Una regeneración democrática, en suma, ingrediente absolutamente esencial en sociedades democráticas de largo recorrido, pero aún inusual en la España del siglo XXI, donde los derechos participativos y las posibilidades de contestación parecen quedar mejor salvaguardados en la urna del texto constitucional y no en la calle o en la vida diaria de los individuos.