Al este del Edén
Actualizado: GuardarTodos necesitamos, y por eso todos los buscamos, paraísos artificiales. Más o menos ficticios, más o menos elaborados.
En mis ratos de desaliento, yo suelo acudir al paraíso de mi infancia. Un edén remendado y pequeño, ciertamente; pero supongo que cada paraíso está hecho a la medida y según la semejanza de los adanes y evas que lo habiten. Lo único importante es que cuente con los tres elementos imprescindibles e inherentes a tal lugar: un entorno idílico, una tentación y una norma imposible de respetar. Así son, si nos paramos a pensar, todos los paraísos artificiales al uso, desde la droga al sexo clandestino, pasando por cualquiera de las modalidades que ustedes estén imaginando ahora mismo.
Mi infancia, como posiblemente la de cualquiera de ustedes, tuvo una ambientación de jardines y flores, y tuvo abundantes tentaciones que se convirtieron, por ley de vida, en hermosos y redondos pecados, después de que me saltara minuciosamente las prohibiciones. Fue un paraíso en toda regla, del que me expulsaron a la fuerza los años, las preocupaciones y las arrugas. Alguien puso a un ángel de espada flamígera para impedir el regreso físico, pero no contaba con que nada podría cortar el paso por el sendero del recuerdo. En la memoria aún encuentro y saboreo aquellas primeras, dulces y elementales manzanas tentadoras. Aún creo poder subirme a las barbas de Dios y a las ramas del árbol del bien y del mal. Puedo todavía soñar que soy eterna, única, salvaje, perezosa (el despertador vino mucho más tarde), que estoy desnuda y no conozco la vergüenza, el temor, ni la culpa. Como si no hubiese crecido. Como si no estuviese mirando el edén, con los ojos muy abiertos y haciendo chiribitas, desde este lado de los exiliados.