Enterrar a Franco
CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTILActualizado:Se discute en estos días qué hacer con el Valle de los Caídos y qué destino dar a los restos del dictador Francisco Franco y a los de su enemigo íntimo, José Antonio Primo de Rivera. En medio de estas polémicas, no somos pocos los que pensamos que lo que hay que hacer con Franco es enterrarlo de una vez, sepultar definitivamente su figura latente aún entre nosotros. Los restos del generalísimo estarán bien donde quiera que se ubiquen, siempre que se respete el mínimo decoro que todo ser humano merece. Lo que realmente importa desterrar de nuestras vidas es la sombra del caudillo, que sigue sobrevolando entre la conciencia y la subconsciencia de nuestra vida social como alma en pena en espera de reposo.
En fecha tan temprana como 1977, ya prevenía Carlos Castilla del Pino, en un artículo titulado 'Democracia: una primera expectativa', contra un fenómeno que final y lamentablemente ha acabado produciéndose: era preciso, decía, curarse de la 'obsesión' que Franco representó para los españoles. Bien acertado estuvo en su predicción el genial psiquiatra, porque la realidad de todos estos años demuestra que Franco ha estado presente en la mente y en los actos de todos los sujetos políticos de España, por activa o por pasiva, por acción o reacción.
La dolencia del franquismo se ha hecho crónica y extiende sus severos efectos sobre muchas de las funciones vitales de nuestra Comunidad. Uno de los síntomas más señalados, por teñir de anormalidad todo nuestro sistema político, es ese apocamiento temeroso que padece la derecha española para defender sus legítimas posiciones políticas. El mecanismo que alimenta esta disfunción democrática es extraordinariamente simple: con alguna imprecisión, se atribuye a Franco el calificativo de derechista, lo que convierte en herederos políticos suyos a quienes en España se atribuyen esa etiqueta y, por consiguiente, en cómplices retrospectivos de sus crímenes. Se producen así fenómenos curiosos como el hecho de que todo el espectro político a la derecha del PSOE se autocalifique como 'centro', de tal forma que en España (caso único en la historia política del mundo) la derecha no existe. No es sólo que no exista un partido de extrema derecha semejante a los que se hallan en los países de nuestro entorno, sino que tampoco partidos abiertamente moderados dan un paso adelante en la defensa de sus lícitas posiciones conservadoras.
En el otro lado, nos encontramos con una izquierda que se considera a sí misma investida de un plus de legitimidad respecto a la derecha, a la que trata como heredera del franquismo, restándole continuamente legitimidad. Oímos con frecuencia referencias a 'La Caverna' o a 'La derecha más extrema', de boca de algunos de nuestros más infumables políticos. En esta visión, el simple hecho de no ser 'la derecha' y de haber estado contra el franquismo, siquiera sea en sus sueños más delirantes, reviste las actuaciones de muchos de los que se declaran de izquierdas de una soberbia injustificada y de una ficticia superioridad moral. Como resultado, da igual si se acometen las mayores irresponsabilidades, porque todo queda convalidado si sale de filas izquierdistas.
Pero los trastornos del franquismo no solo vician nuestro enfoque político, también el histórico. A la ficción de 'Una, Grande y Libre' con 'unidad de destino en lo universal', sigue ahora una visión de nuestro pasado igualmente engañosa, una especie de lectura en negativo recreada de forma boba y voluntarista para envolver con una pátina atractiva todo lo oriental, principalmente si es islámico, mientras que el componente principal de nuestra herencia grecorromana, cristiana y occidental, es falseado y rechazado. Esto no es sólo una mitificación del pasado, sino una ideologización que apunta al futuro, trazada para adulterar el pensamiento y la libertad. Cuántas barbaridades leemos y oímos al servicio de esta causa, por ejemplo sobre la 'convivencia pacífica de las tres culturas' durante la dominación musulmana, o sobre la Reconquista, confinada en el lado oscuro de la película como guerra de agresión contra unos pacíficos vecinos inofensivos, o sobre figuras principales de la construcción de España como Estado, como sucede con los Reyes Católicos o con Fernando III. Vayan si no al 'museo' de las Navas de Tolosa, vayan.
Este postfranquismo que no conseguimos sacudirnos extiende sus sombríos rencores también hasta el tradicional anticlericalismo español, exacerbándolo. Tras el catolicismo obligatorio de la posguerra, muchos españoles se liberaron con gusto y alivio de una de las visiones más ultramontanas de la Iglesia. Pero, perdidos ya por la Iglesia, en buena hora, los resortes del poder civil, las reacciones anticlericales exhibidas hoy se pasan de frenada, hasta el punto de que son ahora los católicos los agredidos por el poder político, lo que es intolerable y antidemocrático.
Pero, por encima de todo, el franquismo nos ha legado un déficit democrático, no sólo porque nuestro sistema político es claramente inmaduro y mejorable, sino porque son muchos los españoles que aún no han interiorizado las reglas del pluralismo, que se construyen sobre una aceptación del Otro y de la alternancia política, siempre con escrupuloso respeto al adversario. En la España de hoy se clama ruidosamente sobre la falta de democracia, pero resulta que son demócratas los que nos faltan.
Se diría que va a costar todavía mucho enterrar a Franco, con tanto 'antifranquista' empeñado en pasear a todas horas su cuerpo virtual incorrupto. El tiempo, sin duda, acabará relegando su presencia, pero aún nos queda liquidar su herencia. Quizás cuando lo hagamos podamos disponer, entre otras cosas por venir, de una derecha 'normal' y contenta de serlo, de una visión del pasado objetiva, basada en la evidencia historiográfica antes que en los deseos de sus guionistas, y de una ciudadanía consciente de las exigencias propias de una sociedad verdaderamente demócrata.