Los invitados van llegando a la mesa de pícnic más larga. :: R. ANSON/AP
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Lo dice Ashrita Furman, un tipo que dio palmas durante 50 horas seguidas, que recorrió 130 kilómetros con una botella de leche en equilibrio sobre la cabeza, que hizo girar el hula-hop bajo el agua durante dos minutos y 38 segundos, que prendió 48.523 velas sobre una misma tarta y que fue capaz de zamparse casi 600 gramos de gelatina en un minuto con unos palillos chinos. El hombre, en fin, que ostenta el récord Guinness de ostentar más récords Guinness, con 127 en el último recuento. «Si bates algún récord mundial -asegura este experto en perfeccionar el absurdo-, sentirás una verdadera sensación de logro». Y esta filosofía de la superación innecesaria ha creado escuela: todos los fines de semana, distintos lugares del mundo acogen reuniones de masas con la excusa de mejorar alguna marca y con el empeño declarado de pasarlo muy bien, que es el verdadero sentido último de todo esto.

Aunque, en algunos casos, lo del disfrute es bastante cuestionable. Del puñado de récords batidos el pasado fin de semana, uno destaca por su... ejem... vistosidad. Se trata de la zambullida más multitudinaria en pelotas, un proyecto muy atractivo para llevarlo a cabo en alguna playa idílica de Hawái o el Caribe, bajo un sol acariciador, pero quizá no tanto cuando hablamos de Gales y el frío Atlántico a las ocho de la mañana de un domingo. Los gritos de traviesa excitación de los 400 participantes mientras correteaban por un arenal de Rhossili cambiaron de tono al recibir el mordisco de las aguas, que estaban a unos doce grados. «Hacía tiempo que quería ir a nadar desnuda con los amigos y nadie se apuntaba. Me ponían montones de excusas: que irían si fuese verano, que lo harían si tuviesen un buen motivo para ello... Así que les he concedido todo eso», ha declarado la organizadora, Alison Powell, que reunió más de 14.000 euros para fines solidarios. Para que el récord fuera válido, había que aguantar diez minutos con el agua por encima de la cintura, con el consiguiente sufrimiento íntimo. «Yo ya me había bañado desnuda en Grecia y España -explicó al 'Daily Mail' una de las participantes, Sue Jones-. Esta ha sido mi primera vez en Gales... ¡y la última!».

Tampoco hacía buen tiempo en Dublín, pero allí el récord implicaba lucir un jersey a rayas rojas y blancas y un gorro a juego, así que las personas que acudieron a la cita estaban, por lo menos, más abrigadas. El objetivo era reunir a la mayor cantidad de gente vestida de Wally, ese personaje de los libros al que hay que buscar en medio de escenas abigarradas. En la capital irlandesa, encontrar a Wally se convirtió en una tarea muy sencilla, lo complicado habría sido evitarle: hubo dos convocatorias, de sábado y domingo, y ambas superaron los 3.500 disfrazados, en una mareante pesadilla bicolor. «No existe límite de edad. En realidad, ni siquiera existe límite de especie», habían anunciado los organizadores, así que muchos perros inocentes también acabaron enfundados en el inconfundible suéter. El récord no era una ocurrencia nueva: lo tenían en su poder, desde abril de 2009, los 1.052 'wallies' que se juntaron en la universidad estadounidense de Rutger. Sin embargo, los dublineses tuvieron la satisfacción añadida de birlarles el honor a sus rivales eternos del sur, los de Cork, que lo habían batido una semana antes en un evento enmarcado en el mismo ciclo, el Campeonato Mundial de Espectáculos Callejeros.

En Bilbao, el gancho para reunir a la muchedumbre se presentaba más o menos infalible. Ni disfraces ni despelotes: en el País Vasco, el mejor sistema para atraer a mucha gente siempre ha sido montar una buena jamada, y el sábado se volvió a demostrar la eficacia del reclamo. Se trataba de asar el filete ruso más grande del mundo, una colosal suela de carne de 400 kilos y 15 metros cuadrados, y después repartirlo en suculentos pinchos vendidos a un euro. Al frente del equipo de cocina estaba David de Jorge, el revolucionario chef de la televisión pública vasca, una fuerza de la naturaleza que ha hecho famoso el concepto de guarrindongada -preparaciones secretas, a menudo propias de altas horas de la noche, como la tortilla de fresas o las alubias con colacao- y que, con su imponente anatomía, casi empequeñecía las dimensiones del filetón. Hicieron falta 250 kilos de carbón y una parrilla de 600 kilos, a la que se dio vuelta con grúa, y 4.000 personas dieron cuenta del «mastodóntico almuerzo», cuya recaudación se entregó a Cáritas.

El cura forzudo

En Cobourg, una localidad de la provincia canadiense de Ontario, habrían bastado dos personas para el nuevo récord establecido el sábado: en concreto, el pastor luterano Kevin Fast y su hijo Jacob, que arrastraron a lo largo de 30 metros un par de camiones de bomberos, con un peso acumulado de 72 toneladas. Pero el religioso, que tiene que dar mucho miedo cuando eche la bronca a los feligreses por sus pecadillos, prefiere poner a prueba los músculos rodeado de público en abundancia: «La multitud juega un papel importantísimo, porque sus gritos ayudan a liberar la adrenalina», ha aclarado. Después de mover los camiones, quizá insatisfecho con su rendimiento, completó la velada cargándose a las espaldas una plataforma con veinte personas. Hay que tener en cuenta que, hace nueve meses, el pastor Fast logró mover un avión CC-117 Globemaster III de 188 toneladas. Y eso, sin aflojarse siquiera el alzacuellos.

Puede resultar sorprendente, pero con esto no se agotan los récords del pasado fin de semana. En San Francisco se montó la mesa de pícnic más larga. En Malta se prendió una gigantesca rueda de fuegos artificiales. En Dublín, horas antes de que Wally invadiese las calles, el guitarrista Dave Browne consiguió superar las 113 horas de interpretación ininterrumpida. Y en Boise (Idaho) intentaron por tercer año consecutivo batir el récord de la milla sobre uno de esos enormes balones con asas en los que uno se sienta para dar botes. Una marca que, como tantas otras fundamentales para el avance de la humanidad, está en poder de un tal Ashrita Furman.