Chueca muere de éxito
Con un bar por cada 20 vecinos, el barrio gay de Madrid ha dejado de ser un paraíso de la convivencia para convertirse, según los vecinos, en el 'infierno' de la fiesta
Actualizado:Sobre el papel, Karana Moreyra disfruta de una vida de cuento. Hace doce meses, esta brasileña de 30 años vino a Madrid con su chica y eligió una casa en la Plaza de Chueca como residencia. Un piso pequeño en un lugar de ensueño: el ombligo del movimiento gay, un barrio divertido en el que todo era posible, cuna de la convivencia entre las diferentes opciones sexuales. Ahora, trabaja en una guardería y en el curro le llaman la atención porque habla alto. Desde hace un tiempo, no sabe lo que es un susurro de su pareja. En su estudio del séptimo piso, por el que pagan 600 euros al mes (por el de arriba piden 1.400), no paran en todo el día.
Son las seis de la tarde. En la calle, varias mesas de turistas se beben la tarde calurosa de Madrid como si se fuera a acabar el mundo y un grupo de músicos del Este atrona con la misma canción. «Tenemos 24 horas de ruido, de música, de peleas, de suciedad... Cada dos días llego a trabajar sin dormir. Esto es una tortura y una vergüenza: los gays no somos esto. Somos gente normal que quiere tener una vida normal, pero aquí ya no hay nada más que fiesta, basura y pis».
Chueca también tiene ojeras. El barrio más loco de Madrid se tambalea al borde de un abismo. De noche, las caceroladas suenan contra el Ayuntamiento de Madrid, que ha prohibido uno de los escenarios musicales del Orgullo Gay, una semana de fiestas a partir del próximo 30 de junio. De día, el problema va más allá de los titulares. Muchos vecinos y empresarios advierten que el barrio más floreciente de los últimos veinte años en Madrid corre el riesgo de morir de éxito. Demasiadas copas, demasiada locura que podría terminar con la feliz comunidad de activistas homosexuales y vecinos de toda la vida.
Chueca está devorando a Chueca. Así lo sienten muchos de los que lo inventaron, aquellos locos que se pusieron los prejuicios por montera y salieron a colonizar un barrio que estaba desastrado por la droga. «Ahora se va mucha gente porque no pueden pagar los alquileres. Se largan a Lavapiés», admite Lawrence Schimel, escritor neoyorquino y homosexual que desde hace doce años vive en el barrio. La situación que dibuja es absurda: Chueca no era nada, lo construyeron los gays y las lesbianas junto a los demás vecinos, crearon una zona divertida y chic «y ahora la gente con mucho dinero viene a vivir aquí y nosotros no podemos pagar la vivienda. Eso, además de la gente que viene de noche. Son generalmente jóvenes heterosexuales que van de botellón porque creen que aquí vale todo».
Una noche de copas se hace mañana de resaca. Nadie sabe a ciencia cierta cuándo ocurrió. «Hace tres o cuatro años que esto se nos ha ido de las manos», admite Mili Hernández, que rompió barreras cuando montó en la plaza de Chueca el primer negocio gay de día. Llegaba de vivir en la Gran Manzana. Allí había conocido otras librerías de temática homosexual, como Oscar Wilde, en las que se comprendió a sí misma. Y decidió montar la suya, Berkana. Corría el año 94 cuando tomó la decisión. A los madrileños les daba miedo bajarse en la parada de metro del barrio. Después vinieron muchos negocios de todo tipo: hoteles, bares, restaurantes, discotecas, saunas, peluquerías, zapaterías, tiendas de moda, de tatuajes, pequeños locales de alimentación... «Entonces nos daban las gracias por alquilar». Como tantos, se compró una casa. En la calle Hortaleza, por 16 millones de pesetas. Después llegó la fiesta de la visibilidad de los gays y las lesbianas y el barrio fue «tomado por la noche». 300 negocios de hostelería, 7.000 personas. Y empezaron los problemas. «Este siempre ha sido un sitio divertido y contestatario y está bien, no soy una burguesa, pero una cosa es eso y otra dedicarse a mear por ahí y follar en los portales. Ya no hay rastro de aquella cohesión. Hay seis o siete 'afterhour' ilegales».
Mar García, de 53 años, va más allá. «Chueca está muerto», sentencia, a manos de «hordas y hordas de gentes que vienen a divertirse. De aquel ambiente no queda nada». Susana Barredo abrió el Uny2 -una cafetería- hace dos años. «Ahora no hay nada en estas calles. Se han largado todos».
Mili recuerda con una sonrisa las primeras manifestaciones del Orgullo Gay que organizó ella misma. A finales de los setenta se recorría la calle O'Donnell. Aquellas ingenuas manifestaciones, con el aire fresco de la Transición, tenían más de contestación que de multitud. Eran pocos y cañeros. Después, en 1994, pensaban que iban a ser cuatro y prepararon una bandera del arco iris de 40 metros que taparía la falta de manifestantes. «La gente tenía miedo a salir en los medios de comunicación e hicimos pancartas de mano. Se las podían poner en la cara». Pincharon algo de música, con un altavoz por el que sonaban los Pet Shop Boys, a la manera de las manifestaciones de Nueva York. Aparecieron 20.000 personas. ¿Fiestas? Pocas. «Después nos íbamos al barrio a tomar una cerveza».
Caceroladas
Hoy Madrid recibe más de un millón de almas en los cinco días que duran los actos del Orgullo, se calcula que 100.000 de ellas vienen del extranjero. Pero no todos están contentos. «Cinco escenarios de seis de la tarde a dos de la mañana con el 'chunda chunda'. Hay mucha fiesta, pero no queda nada de la reivindicación. ¿Cuántos de estos han cogido una pancarta contra el recorte de las ayudas de la Comunidad de Madrid a los que trabajan contra el sida? Ninguno. La fiesta se ha comido el espíritu de la celebración».
La Asociación de Vecinos de Chueca ha utilizado una normativa reciente para bloquear la música en el escenario de la Plaza de Chueca, epicentro del día del Orgullo, por estar a menos de 150 metros de una residencia de ancianos. Y han desatado la ira. El pasado martes, después de la cacerolada, decenas de personas amenazaron al alcalde Ruiz Gallardón en la puerta de su casa, mientras sacaba al perro. La escena, archipublicada en los medios de comunicación, es la punta del iceberg de una guerra soterrada por las fiestas, organizadas con capital privado. Esteban Benito, presidente de los vecinos, consultor freelance, 42 años, admite que Chueca no puede resistir «ese nivel de colapso» que implica problemas de «seguridad, ruido y suciedad» en cinco noches de infierno. ¿Fotos? Lo siente, se excusa, pero la guerra del ruido en Chueca ha llegado a tal nivel de tensión que no se atreve a poner la cara.
En la plaza siguen sonando las cacerolas a la espera de que el martes se reúnan las partes del conflicto con el alcalde. «Es difícil que se solucione: hay mucho dinero de por medio».