Esta vez no
Actualizado:Recuerdo cada mañana de la primavera del año 2005, a solas en la clavería del monasterio de Santa María. Los rayos de sol penetraban por la ventana entreabierta mientras leía. Eran las once de la mañana. La luz, transparente, inundaba los viejos papeles que se amontonaban como enigmas aún sin descifrar en mi mesa de trabajo. Sor Ana María, la cocinera, entrañable, solía asomarse por la estrecha puerta de caoba: «¿Paso, o me cuelo?» decía infaliblemente al franquear el umbral de la clavería (oficina en la que se hacían las cuentas en tiempos de Gertrudis Hore) con los brazos cargados de pastitas de té. La comunidad, sin lugar a dudas, fue mi mejor aliento para proseguir con el estudio emprendido, para prolongarlo sin descanso. En este cálido espacio de techo alto, arropada por el silencio claustral, el viejo armario de caoba y sus innumerables cajones me acompañaban a diario con todo lo que encerraban de tesoros.
Por las tardes, tras almorzar en la sala de San José sobre un mantel de cuadritos blancos y azules, frente al bonito patio de luz, solía quedarme en la biblioteca del monasterio, rodeada de ejemplares impresos en los siglos XVII, XVIII, XIX y XX, maravillada por lo que descubría día tras día, sin que me importase el tiempo invertido. No tenía prisa –‘La paciencia todo lo alcanza’, escribía Santa Teresa de Jesús– según leía, absorta por el conocimiento que encerraba el viejo y olvidado monasterio, el alma del barrio, la institución monástica más antigua de la urbe atlántica. La experiencia, imborrable, resultó ser un enriquecedor aprendizaje, mutuo, amistoso y sincero entre una chica francesa y una comunidad de religiosas concepcionistas ubicadas desde hace casi 500 años (1513) en los Confines de la Tierra, en la montaña de Santa María, como decían los gaditanos en el siglo XVI, en el Albaicín.
Por todo ello, me toca escribir algo sobre el monasterio de monjas de Ntra Sra de la Concebición, el de Nuestra Señora del Arrabal y su bella talla ojival, hoy desgraciadamente esfumada. El conjunto monacal, según informe redactado por los hermanos Alonso de la Sierra, y pese a los numerosos saqueos sufridos en el siglo pasado, merece toda nuestra atención. Por tanto, ¿cómo seguir malogrando más tiempo, más veces, el latir de la ciudad, su arquitectura, sus pavimentos, sus rincones más emblemáticos? Hasta el nombre que lleva el arrabal de Santa María se lo debemos a la presencia del monasterio y su primitiva ermita (1467).
Si no reaccionamos a tiempo –aunque llevemos más de seis años de retraso por culpa de un proyecto sin futuro (nunca mejor dicho, y menos mal)– si no entendemos el valor del conjunto, entonces, solo seguiremos deplorando la pérdida del patrimonio histórico artístico, o sea, el futuro de Cádiz, su dinamismo, el porvenir de los gaditanos y de su isla porque ningún viento es bueno, como decía Séneca, si no se sabe hacia qué puerto se navega. ¿Qué es lo que queremos exactamente? ¿Una ciudad dormitorio con aire fantasmagórico? A no ser que echemos de menos la burbuja inmobiliaria, la que ha hecho naufragar mi querida Península, y apostemos de nuevo por construir pisos, más pisos.
Independientemente de las creencias de cada uno, por cierto, todas respetables, la presencia de una iglesia conventual, de un monasterio de clausura, no representa más que riquezas: riqueza espiritual para el creyente, riqueza histórica para el visitante, riqueza arquitectónica para el enamorado de las piedras, riqueza cultural para el curioso, testimonio infalible del pasado, del presente y, sin lugar a dudas, del futuro. Pese a lo anacrónico que, para algunos, pueda parecer un convento de clausura, el edificio, su historia, así como sus monjas son las improntas indelebles de vuestros antepasados, muchos de vosotros todavía presentes en este Cádiz del XXI que estamos ninguneando por falta de perspectiva a largo plazo. Podría parecer desproporcionada la afirmación, pero Santa María es vuestra memoria al salir de la Edad Media, la del barrio y no solo, sino la de toda la ciudad, para los que creen como para los que no, sencillamente porque en el siglo XVI nadie ponía en duda la existencia de Dios.
La Historia la hace la gente. Prueba de ello, los nombres de las calles del barrio, todas ligadas a las monjas, a sus familiares (Enríquez, Soto, Amaya, Sopranis, etc...). Sus intereses, sus penas, sus alegrías agrietan las paredes de la maltratada iglesia, sus puertas ofrecen la desolación al gaditano que se atreve, tras años sin pisar el barrio, a subir la cuesta para contemplar lo que queda de su primitivo arrabal, de ese viejo olivo que parece tan seco. Pero tras los muros, como la Esperanza, sigue brotando confiado en que volverán mejores días.
¿Se imaginan el barrio sin el monasterio, sin la iglesia conventual? ¿Cómo se sentiría el regidor de Cádiz? Huérfano el Nazareno, privado de las que le elevaron a lo más alto. No dejemos que la indiferencia acabe con ello. Esta vez no.