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Un largo río tranquilo

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Por el río grande cruzan carriolas de romeros y faluchos de pesca, grandes paquebotes, fuerabordas cargadas de grifa o de garlopa, barcazas de ojos turistas camino de bonanza, japoneses de Coria y jornaleros de las bateas fluviales. Ahora, a sus orillas, la Junta de Andalucía y el Gobierno del Estado hacen encaje de bolillos con Castilla La Mancha y con Extremadura a ver como se reparten las competencias exclusivas sobre su gestión que el Tribunal Constitucional ha podado.

Es probable que los andaluces no seamos los únicos dueños de ese viejo cauce que conoció emperadores de Roma, almendros de Almutamid o galeones de la Carrera de Indias camino de Sanlúcar. Al menos, sin esas escrituras del agua que no solo cuestionan otras comunidades sino también los ecologistas, su sentimentalidad y su historia es nuestra como también lo es de Cádiz. Así lo demuestra el libro 'El río Guadalquivir. Del mar a la marisma, Sanlúcar de Barrameda', el segundo volumen de un proyecto editorial iniciado en 2008 por Javier Rubiales para trocear literariamente ese mundo plural que, en el caso de esa obra, abordan 52 autores de distintas disciplinas científicas y artísticas, en una nómina larga que incluye a biólogos, geógrafos, hidrólogos, escritores, historiadores, periodistas, arqueólogos o urbanistas procedentes de nueves universidades europeas, investigadores del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, del Espacio Natural Doñana o de la Fundación Medina Sidonia. Entre sus nombres, José Manuel Caballero Bonald, Eduardo Mendicutti, Juan Fernández Lacomba, Juan Francisco Ojeda, Yves Luginbühl, Jean-René Vaney, Antonio Tejedor o Liliana María Dahlman, presidenta de la Fundación Medina Sidonia.

A lo largo de 500 páginas, profusamente ilustradas, esta obra que ha editado la consejería de Medio Ambiente y la de Obras Públicas y Vivienda de la Junta de Andalucía, no sólo nos arrima a sus profundidades sino a su ribera, a esa ciudad tan majestuosa como tuneada, por la que no sólo corren caballos por la playa sino que, como bien sabe Caballero Bonald, durante las noches de tormenta todavía resuena el quejío de las viejas cuadernas hundidas en su barra o, por milagrosas tabernas, el oro sentimental de la manzanilla. Vale que ahora la estridencia de las motocicletas quizá perturbe la paz del vestíbulo del hotel Tartaneros, la modorra de un cochero en Bajo Guía o el rubor de una adolescente que lame un helado de la Ibense mientras contempla al muchacho que ama y cuyo nombre ignora. Pero suena una guitarra en la noche y, aunque sea un secreto a voces, todos saben allí, desde el palomo cojo a Agata Ojo de Gato, que justo al borde de ese río o de ese mar, comienza ese misterio al que llamamos América.

Por los capítulos del libro, tan amenos como a menudo científicos, no sólo transcurre esa larga corriente verde que, a decir en su día de Juan Manuel Suárez Japón, propiciaba que las aguas del Atlántico llegaran hasta La Puebla del Río. Ya no hay tal. Y si el mar sigue creciendo, no sólo serán pasado muchas de las bodegas derruidas por la voracidad de la especulación, los navazos convertidos en barbechos urbanos o esas pocas viñas familiares que perduran todavía como el paisaje modesto donde transcurrió la infancia de Carmen Laffon. Si el mar sigue creciendo, se tragará el Parque aunque quizá lo hagan antes las hormigoneras y el desprecio de quien ignora la lección que nos sigue brindando este largo río tranquilo: que es posible que el ser humano pueda seguir conviviendo con la naturaleza, como hizo durante siglos, sin que nadie disponga a ciencia cierta de las competencias exclusivas sobre el planeta y sobre su belleza.