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Editorial

Alarma judicial

Las dimisiones en el Constitucional urge un acuerdo de las fuerzas parlamentarias

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La renuncia formalizada por el vicepresidente del Tribunal Constitucional, Eugeni Gay, y por dos de sus vocales, Javier Delgado y Elisa Pérez, alegando que su mandato expiró en noviembre del pasado año sin que Congreso y Senado procedieran a su renovación, no solo pone en evidencia este último hecho; revela también que la existencia misma del Alto Tribunal requiere de un clima de consenso político que procure su legitimación activa y el puntual relevo de sus integrantes. El presidente del TC, Pascual Sala, rechazó las tres renuncias presentadas. Pero tanto la contundencia de los argumentos expuestos en sus respectivas cartas -llegando el vicepresidente Gay a mostrar la sensación de que el Tribunal se encuentra «secuestrado»- como el hecho de que tal anomalía ha ido afectando a demasiados magistrados durante demasiado tiempo hacen incomprensible el rechazo a las renuncias, a no ser que medie el compromiso parlamentario de poner fin inmediatamente a semejante situación de interinidad. Algo improbable teniendo en cuenta con qué prontitud los dos principales partidos, el PP y el PSOE, se echaron mutuamente las culpas de lo ocurrido. El propio Tribunal quiso aclarar ayer que la dimisión de los tres magistrados no le impediría proseguir con su tarea de velar por la constitucionalidad de las resoluciones que adopten los distintos poderes del Estado, puesto que se mantendría el quórum necesario con los ocho miembros restantes. Pero si el pulso que protagonizan socialistas y populares imposibilita la renovación del TC en lo que resta de legislatura, nada garantiza que tras la celebración de las próximas generales la situación del Alto Tribunal se normalice, sino todo lo contrario. El sistema que la Constitución establece para la elección de sus magistrados -concediendo al Congreso y al Senado la designación de cuatro miembros cada uno con el apoyo de tres quintas partes de la respectiva cámara, al Gobierno dos más y al CGPJ otros dos- convierte al TC en un órgano sumamente dependiente de un clima de concordia partidaria e institucional del que la política española carece hoy. Los partidos que conforman el poder legislativo no pueden propiciar por omisión que se cuestione la existencia misma del TC mientras eluden abordar con franqueza y responsabilidad el futuro de tan relevante instancia.