LO QUE NO TIENE CURA
Nunca viajamos más ni tuvimos más información y, sin embargo, los prejuicios nacionalistas, las iras localistas, nunca fueron tan fuertes
Actualizado:De todos nuestros defectos como género, asombra que sobreviva con tanta fuerza el del prejuicio, ese que consiste en repartir etiquetas e inventar conclusiones desde la ignorancia, la generalización y la ausencia total de indicios o experiencias. Los que vivimos en esta parte del mundo, en la mitad norte de la bola en Europa o América, nunca conocimos mejor situación material que en los últimos 30 años. Nunca fuimos más los que podíamos viajar más frecuentemente. Nunca hubo más lectores ni mayor cantidad de conocimiento disponible gracias a un nuevo mar digital de datos en el que creemos navegar cuando solo tratamos de no ahogarnos. Coincide, además, aún, con el mayor volumen de publicación editorial jamás conocido. Nunca fue tan accesible tanto. Ni tan fácil cotejar a nivel personal. El número de estudiantes que maneja, al menos, un idioma distinto al materno, que ha conocido, al menos, dos o tres países durante una estancia prolongada, nunca fue tan alto.
De esa certeza, que tendrá sus números y todo, nace ese asombro. A pesar de esa ingente experiencia colectiva, los prejuicios nacionalistas, regionalistas y localistas nunca fueron más fuertes. Descorazona comprobar a diario que, a pesar de todo nuestro presunto progreso, puede más la pereza mental del «todos son iguales». Cada vez campan más necios que se autodefinen al iniciar frases con eso tan repulsivo de «todos los gaditanos -sevillanos, gallegos, australianos, ghaneses, paraguayos, balineses- son...». Nunca tanta referencia al moro, al chino, al gitano, al sudaca, al rumano. Asusta comprobar, en el entorno personal, como siguen vigentes todos los clichés antediluvianos que asocian lacras a cada uno según donde haya nacido o crecido. Los bienpensantes, optimistas o políticamente correctos nos dijeron que «el nacionalismo se cura viajando». Y creímos que sería aplicable al racismo, al clasismo. Pero a la vuelta de tanto ir y venir seguimos tal cual. Si no peor.
Más allá de la tragedia en vidas, de la severa desgracia económica, esa punzada queda del episodio de Alemania y los pepinos. Hace ya muchos meses que los países más ricos de Europa han decidido sacar del cajón unos papeles que nunca rompieron ni olvidaron. Son los que dicen que los países del Sur están llenos de vagos, viciosos y embusteros que viven bien con poco y sin hacer nada gracias a la titánica capacidad de trabajo de sus pluscuamperfectos vecinos de arriba.
Lo peor es pensar que catalanes, vascos y madrileños lo piensan de los andaluces o extremeños tanto o más que durante los años 60 de la emigración. Cuatro décadas después, en ese aspecto, seguimos en el mismo sitio. O en uno más bajo, fomentado desde la escuela. Camino de rompernos por la mitad, en un remedo de ese inaudible e irreconciliable odio cotidiano que divide Italia.
Incluso, la repugnante costumbre de pensar que el pobre habrá hecho algo para serlo, que se lo merece y tiene la culpa la zozobra del rico se instala entre andaluces. Hasta entre provincias funcionan los clichés de ricos y pobres, industrializados y vagos, modernos y tercermundistas. Hace tiempo que dejaron de ser chascarrillo de bar, broma futbolera, para ser un estigma que incluso salpica la vida real de muchos asombrados que no dan crédito a la multiplicación de los cretinos.
Por no caer en el mismo error de los etiquetadores, mejor no culpar a otros. Nosotros, miserables andaluces, indolentes gaditanos, somos también norteños desconfiados y acusadores cuando miramos a los marroquíes. Cabe pensar que ellos verán lo mismo en los subsaharianos. Éstos, quizás en sus vecinos de abajo. Así hasta los surafricanos. A ellos no les queda nadie en el piso inferior a quien mirar mal, porque en la Antártida vive poquita gente. Igual la estupidez da la vuelta al globo y ellos recelarán de los rusos, que culpan de todo a ucranios y chechenos para empezar de nuevo el juego del reparto de males en dirección meridional.
Ha bastado que, de repente, seamos un poco menos ricos, para que todos busquemos a un culpable externo que vive a nuestra costa, que se aprovecha de nuestro inmaculado trabajo. Esa enfermedad es aún más difícil de curar que la provocada por las bacterias más nocivas.